La casa donde vivía junto a mi familia estaba muy cerca de la casa de Dios. Él era mi vecino favorito, que residía justo enfrente de mi portal, en una iglesia de arquitectura moderna y fuera de lo común, cuyo tejado estaba recubierto por unas láminas de acero que le daban un aspecto enjoyado. No tenía campanario y en su lugar había un pararrayos enorme, que a mí me gustaba observar desde la ventana en los días de tormenta. En el verano, los chicos aprovechaban la ausencia del párroco para subirse al tejado de la iglesia, al que se accedía subiéndose primero a un muro de tres metros de altura, por el que había que caminar haciendo equilibrios. Después se deslizaban por las planchas de acero a modo de tobogán. Un día lo probé y me gustó mucho la experiencia, así que repetí unas cuantas veces más. Los domingos por la mañana se celebraba la obligada Misa, y todos los niños acudíamos a las once con los mejores vestidos que teníamos, y acompañados por nuestros padres. Mis hermanos y yo íbamos con nuestra madre. Ella tenía mucho talento para diseñar ropa, por eso mis vestidos eran muy comentados entre las vecinas, por su extraordinaria originalidad.
El cura siempre insistía, antes de comenzar el sermón, en que los niños no debíamos subir al tejado de la iglesia, aprovechando las tardes en las que él no estaba por ahí, porque era algo muy peligroso. Y recordaba a los padres que debían transmitirlo a menudo a sus hijos, para evitar que tuviéramos que lamentar alguna desgracia. Así que el juego aquel sólo duró tres meses en mi vida, que es el tiempo que dura en el estómago la sensación de vértigo ─según me cuentan algunos─ y que es lo más parecido que he vivido ─según deduzco─ al primer amor de verano. Tiempo después levantaron el recubrimiento de acero y dejaron a la vista la estructura de pizarra negra y antideslizante de aquel tejado. Supongo que también los sermones cambiaron, y los juegos de los niños se sustituyeron por otros menos peligrosos. No lo sé, porque en mi adolescencia abandonamos aquel piso y fuimos a vivir a otro lugar.
En el nuevo barrio las niñas tampoco eran mis amigas, pero a diferencia del anterior, todas allí querían jugar conmigo. Catorce niñas acudían a la Misa de las doce, en la capilla de San Fermín, el domingo por la mañana. Yo me quedaba fuera, esperando en el parque de La Taconera. No importaba si llovía o nevaba. Aquel parque se convirtió en mi lugar de culto, al que siempre acudía sola.
Comencé a echar de menos el pararrayos de mi infancia. Cuando regresaba a casa, a la hora de comer, pensaba a menudo que lo más importante del lugar en el que vivimos es todo aquello que se puede ver o imaginar desde nuestras ventanas. Desde la mía, soñaba con aquellas mañanas de domingo de mi infancia, en las que debía cuidar de mi hermano, tres años menor que yo, y vigilar que no se metiera en el barro para jugar al hinque. También ejercía de protectora cuando los amigos de mis hermanos mayores le quitaban los zapatos al pequeño y los tiraban detrás de una verja para reírse de mí. Como era mejor volver a casa con los zapatos sucios antes que sin ellos, aprendí en una tarde de sábado a afinar mi puntería con el lanzamiento de piedras. Aquello fue mano de santo.
No importa cuántos años hayan pasado desde entonces. Son muchos los sábados alegres que he acumulado en mi vida, y muchas las noches en las que me he sentido acompañada. Ayer un hombre atractivo me dijo algo hermoso. Algo que en realidad he deseado oír toda mi vida. Ahora estoy asomada a mi ventana. Me alejo de sus palabras y desde mi vocación de pararrayos, sueño con la soledad de una tormenta, quizá con mis ojos puestos en aquel tejado. Porque todas mis mañanas de domingo amanecieron con la excusa de poder soñarte, y ni una sola me fue creada para poder fingir que no existe este rincón vacío y oscuro de mi alma, que nadie podrá iluminar,
y desde el que hoy escribo.