─Ha parado de llover, Ione. Es un buen momento para ir al monte ─me dijo al entrar en mi habitación oscura, casi
susurrando para no despertar a nadie más que no fuese yo─. ¿Quieres venir conmigo? ─añadió mientras iba a preparar el desayuno porque
ya conocía mi respuesta de antemano.
─Claro
que voy ─contesté con rapidez─. Pero ¿por qué hablas tan bajo? ¿No van a venir los demás, o qué? ─pregunté
extrañada mientras me iba desperezando para ir a desayunar con él.
─Hoy
vamos los dos solos ─respondió─: Cuando termines de vestirte bajas al
garaje. Te espero en el coche. No te olvides de traer las katiuskas.
Me
gustaba especialmente ir en el coche sentada en el asiento del copiloto
mientras él conducía. Al entrar en el puerto de Etxauri dejamos de hablar en un
acto reflejo, porque los dos sabíamos que me mareaba nada más entrar en aquellas
curvas. En ese momento comprendí que nos dirigíamos a Vidaurre ─su pueblo natal, en el valle de Guesálaz─. Bajé la ventanilla y el
aroma fresco de aquella montaña transitada de mi vida, me despertó a la observación de la naturaleza. Al conducir por esa carretera él acostumbraba a hacer un alto en el camino en aquel mirador que parecía un balcón orientado a la cuenca de Pamplona. Pero esa ocasión fue especial y única, porque el coche
hizo la parada exclusivamente para mí y por primera vez aquella terraza estaba sólo para mis ojos.
─¿Me enseñarás a encontrar setas? ¿Iremos dónde
salen las urrizizas y el hongo beltza?
─No, Ione
─respondió mi padre mirando de frente a la línea lejana del horizonte─. A ti te
enseñaré a leer todo el bosque.
Lo dijo
como quien quiere dar un consejo para el futuro de una vida. Como cuando nos
enseñó a leer a los que fuimos sus hijos, y lo hizo antes de que lo hicieran en la
escuela. Lo dijo como se dicen las cosas desde el amor.
─Mira, papá. Si ya sé leer ─le aseguré cuando
estábamos ya paseando por el monte que había detrás de su pueblo─. Eso que tú llamas boj, es el Buxus
sempervirens y aquel
roble, un Quercus pyrenaica.
─No, Ione. No llames a los seres de la
naturaleza por su género o especie. Es como nombrar a lo tuyo con el
significado que le dio otro. Ahora mismo están aquí contigo y los tienes que
reconocer por el significado que tienen para ti. Fíjate en sus
colores, que cambian según la hora del día. Observa su suelo y su cielo, que
ahora son también los tuyos. Su nombre te lo dirá de golpe el viento.
─¿Y por
qué no me enseñas a leer las setas? Ellas también están en el bosque ─aseveré con
esa insistencia que me caracterizaba cuando era niña.
─Eres impetuosa y atrevida con las cosas que
te gustan. Demasiado ─aseguró con la certeza de un padre─. Pero las setas son muy peligrosas porque primero crecen las de verdad, que son
muy suculentas, y a su lado se reproducen las impostoras, que se parecen a las que imitan, pero son muy venenosas. Cuando quieras comerlas llama a tu hermano,
él es sosegado, precavido y muy paciente y le he enseñado bien a diferenciar unas de las otras.
─¿A cuál
de los cuatro te refieres?
─A Pedro ─lo nombró confirmando mi sospecha.
De regreso nos desviamos por una ruta que
nos llevaría caminando hasta la casa de
mi abuela. Mi padre llevaba la cesta llena de setas perretxikos, que eran las
que a mí más me gustaban.
─¿Por qué
volvemos por un sitio distinto al de ida? ¿Este camino es más corto? ─pregunté.
─He
querido pasar por aquí para enseñarte algo ─dijo con la mirada muy triste─.
¿Ves aquel árbol, Ione? Cuando era un niño vi cómo en ese lugar mataban a un pobre
hombre. Un inocente. Me acuerdo de aquel hombre muchas veces. Con él aprendí
que en las guerras el amor se muere de pena, porque en las guerras se mata a
los inocentes.
─¿Vamos a tu casa a ver a la abuela? ─interrogué como intentando desviar el tema de
conversación y la tristeza de mi padre al mismo tiempo.
─Vamos ─respondió calmado─.
La paz del mundo se construye desde la propia casa de los hombres ─continuó
hablando del mismo asunto que no quiso dejar en el aire, a pesar de mi
invitación─. Porque las guerras siempre empiezan entre hermanos. No tengas
celos de tu hermano si alguna vez crees que a él le dimos más que a ti. Si
consigues dominar esa envidia estarás en paz con ellos. No guardes rencor a tu
vecino si a su casa le dan un metro más de tierra que a la tuya. Si consigues
dominar ese odio y tus vecinos hacen lo mismo contigo y con sus hermanos, conseguirás
vivir en un pueblo en paz. Y cuando ames a alguien, no le exijas que renuncie al
amor de su madre ni a ninguno de sus amores por el tuyo, y tendrás un hombre a
tu lado con el que vivirás en paz.
Supongo
que cuando estoy triste vengo a dialogar con él ─que ya no está aquí pero aún me habla─ y también con los árboles que son los que comprenden mi lenguaje del bosque.
Algunas noches son para la tormenta de mis cumbres
borrascosas. Nacen sólo para una lluvia de truenos que me traen lágrimas de aquellas
que me nublan la vista como un relámpago. Pero luego las gotas me resbalan por los
cristales de la mirada como una caricia que alivia, y cede al deseo ferviente de
poseer alguna ventana luminosa y clara.
Yo sé que el amor no se espera ni se promete. Es algo que llega y atrapa, y que nunca se niega bajo sentencia porque no le cabe el castigo y sólo puede morirse de muerte natural a la sombra de un cedro.
Algunas
mañanas serán para la sonrisa. Como aquella vez en la que me despertó él… con esa
voz que tiene el amor cuando amanece.
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