20 de agosto de 2024

Sombra voladora


La playa es el lugar relajante por excelencia. Particularmente, las prefiero salvajes y lejos de la urbanización, para practicar en ellas el nudismo. Sí, sí, he dicho en pelotas. Porque todos presumimos de ser personas liberadas, pero la doble moral es una mala sombra que nos persigue,  muy especialmente cuando hablamos de naturismo. Todavía recuerdo aquel programa de televisión; "Un. Dos. Tres. Responda otra vez", en el que aparecían premios que se iban descartando hasta quedarte con uno solo. Podía ser bueno; con suerte un apartamento en la playa, o nefasto, como una calabaza llamada Ruperta. Pero lo peor que te podía pasar, es que te tocara en gracia el premio de una semanita con todos los gastos pagados, para dos personas, en una playa de urbanización nudista. Entonces todo el mundo en el plató, incluido el presentador y por supuesto los telespectadores, se descojonaban a mandíbula batiente del concursante por su ridícula desdicha.

Mi acompañante, en esta ocasión, conocía muy bien el naturismo y me propuso ir a una playa nudista, para pasar la calurosa tarde de verano. Para mí era la primera vez, y acepté la propuesta sin titubeos. Supongo que cuando me encuentro ante a una situación que me puede ruborizar, se crea una lucha en mi foro interno; gallardía contra vergüenza, en la que disfruto dejándome llevar hasta enterrar en lo más profundo de mi ser, mi sentido del ridículo. Dice un amigo mío, psicólogo, que todo eso me pasa porque soy proactiva y prometeica. Aunque siempre le contesto que no conseguirá sentarme en su diván por mucho que intente liarme.

Dejamos el coche aparcado y comenzamos a caminar. Había que atravesar varias playas en las que estaba prohibido practicar nudismo. Era tan inaccesible nuestro destino que aquello me pareció la travesía del desierto sin comida ni agua. Pero vi la luz y se produjo el milagro. No era un espejismo.  Habíamos llegado a nuestro destino; una preciosa playa, no demasiado ancha y bastante larga, cosa que nos permitía a todos estar cómodos, cerca del agua y guardar al mismo las distancias. Reconozco que sentía un pudor algo asfixiante. Pero no había retroceso ─me hubiera muerto deshidratada en el camino de vuelta─. Nos colocamos casi al principio, porque me incomodaba pasear vestida por toda la playa ─cuestión de mimetismo─. Así que nos instalamos, me quité la ropa ─supongo que él también, pero no me percaté, porque ya lo tenía visto de otras veces y estaba más pendiente de lo mío─. Me di crema solar. Mi acompañante colocó su sombrilla (a mí no me hacía falta, pero él insistió) y después se fue a bucear a la zona de las rocas. Yo preferí tumbarme al sol. Así que pegué mi trasero en la toalla y cerré los ojos, como los monos de Gibraltar. Hablaba sola y me decía: "Ya pasará el rato y te irás acostumbrando, poco a poco, y si tienes calor te esperas, que no pasa nada.
El caso es que no habían pasado ni dos minutos y escuché un ruido, ¡clac! y después ¡buf! 

¿Qué habrá sido eso? ─pensé─, horror, ¿qué si no? La maldita sombrilla que se iba volando. Lejos. Muy lejos de mí. No sabía como reaccionar ante tal coyuntura de contratiempos, así que hice lo que cualquier chica hubiera hecho; busqué con la mirada a mi acompañante. Después de todo la sombrilla era suya, y fue él quien se empeñó en colocarla (mal, por cierto) mientras yo solo quería tomar el sol. Pero él estaba ya mar adentro. Joder, todo el mundo miraba ─la verdad es que las playas nudistas son así. Todo el mundo mira, que es como debe ser─, hasta ahí bien... pero, ¿por qué nadie salía corriendo para ayudarme? Obviamente, todos observaban mi decisión. Si no me levantaba quedaría como una remilgada y si me levantaba, me tragaría la tierra por la vergüenza. Mientras yo vacilaba ante tanta confusión, el viento jugaba en mi contra (una vez más) y había que decidir rápido, unos segundos se podían transformar en veinte desesperantes metros de agonía.
Así que me levanté con una seguridad pasmosa y aparente, y pensando; caminaré despacio y recogeré la sombrilla. Pero tras mis primeros pasos, vino otra ráfaga de viento y ella volaba y volaba, atravesando la playa en todo su recorrido. De vez en cuando caía, eso sí, pero permanecía muy poco tiempo en tierra. Entonces sí que miraba todo el mundo con una sonrisilla traviesa ─muy divertido claro, yo en mi linea de dar siempre el espectáculo─. A grandes males grandes remedios ─pensé─ y eché a correr apresuradamente. ¡Y bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! Aquello más que una solución era el bamboleo del siglo. Se movían todas las partes de mi cuerpo, hasta las pestañas, pero lo del pecho, ¿eso? Eso era algo fuera de lo común.

No sé si sabéis lo que es correr desnuda. Yo sí. Os cuento. Lo único que piensas es: Joder que la sombrilla se pare y la pueda recoger de una puta vez. Porque puestos a hacer el ridículo, volver sin sombrilla hubiera sido ya lo último. Para morirse de risa, ¡vamos! Pero hubo suerte. Al final de la playa pude recuperar mi objeto volante. Me lo coloqué a modo de paraguas sobre mi hombro y volví paseando despacio y recreando, sin darme cuenta, un óleo de Sorolla, pero sin ropa. Lo estáis pensando. Lo sé. ¿Cómo no se me ocurrió plegar la sombrilla y pasear disimuladamente? Pues no sucedió, porque en definitiva soy así; no paso desapercibida ni aunque me lo proponga.

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