Recuerdo
con mucho cariño el último verano antes de independizarme. Fue para mí la
primera vez que trabajé fuera de casa, y lo hice como monitora de un campamento
infantil, ubicado en la montaña de Navarra. Me instalé con todo el equipo un
día antes de que llegaran los niños, para organizarnos y repartir las tareas y
conocer las instalaciones y el programa. El director comentó que todos los años
había dos tiendas de campaña con niños del orfanato o de familias con
problemas familiares. Estos niños requerían una atención mucho más cercana e
intensa que el resto. Lo habitual era realizar un sorteo previo para designar
los monitores de las dieciséis tiendas y ver a quién le había tocado el muerto. Pero antes del sorteo me ofrecí
como voluntaria para ser la monitora de los diez niños de la Inclusa. Mi ofrecimiento
fue aceptado unánimemente ─cuánta solidaridad para este tipo de cosas muestra
el ser humano─.
En
realidad resultó ser un trabajo mucho más divertido y menos problemático de lo
que pensaba. Mis niños hacían muchas travesuras con el único propósito de
llamar mi atención; hablar cuando se requería silencio, insultar a quien
fuera en cualquier momento (a veces con razón) o levantarse de la mesa mientras
estábamos todos cenando en los comedores. Por la noche, después de ir a dormir,
los monitores hacíamos recuento de los niños para comprobar que estábamos todos.
En mi caso era necesario repetir el recuento una hora después, porque mis niños
tenían insomnio y tardaban dos horas en quedar dormidos. En ese tiempo las
linternas de mis dos tiendas se iban encendiendo de forma intermitente y a
veces salían a tomar el aire. La primera noche, al hacer recuento observé que
faltaba un niño de siete años; un niño llamado Dalai.
─¿Dónde
está Dalai? ─pregunté.
─Ha dicho
que se iba del campamento ─respondió uno de sus compañeros de tienda.
─¿Cómo
que se va? ¿A dónde se va? ¿Por qué se va?
Eran
demasiadas preguntas (error de novata) y no tuve ninguna respuesta, así que
supuse por intuición que Dalai no se sentía bien en ninguna casa y por eso huía
por costumbre. Y cuando alguien huye, acostumbra a hacerlo por la puerta, aunque
sea un niño. El campamento estaba en un enorme recinto vallado y la puerta
general (obviamente cerrada) se utilizaba para la entrada y salida de los
autobuses. Así que fui hasta la puerta y allí estaba él. De pie. Solo. Era un
niño muy moreno y con la cabeza rapada. Supuse que ese nombre, Dalai, era en
realidad un mote de “familia”. Para esas cosas la hija de La Rubia tiene una intuición de lince. Por eso me quedé a su lado
en silencio, y estuvimos así largo rato. Él pensaba en sus cosas (supongo) y yo
pensaba en las mías. Él no hacía preguntas. Yo tampoco.
Ahí, de
pie, me dio por recordar a mi último amigo; un chico encantador que se acercaba
a mí cuando salíamos en la misma cuadrilla el viernes por la noche, con la
intención mutua de ser algo más que amigos, pero que siempre terminaba
llevándome a casa en su coche sin que hubiera sucedido casi nada. Cuando
llegábamos a la altura del portal, escuchábamos música y a mí me daba por
hablar y hablar. Una de las noches, cuando llevaba una hora
hablando en el coche, él preguntó: “Idoia, a ti no te gusta volver a casa
¿verdad?"
Después
de media hora pensando en nuestras cosas, empecé a hablar con Dalai.
─Parece
que a ti te gusta irte de casa, Dalai. A mí me pasa justo al revés; lo que no
me gusta es regresar. Tal vez sea más fácil para mí volver si lo
intentamos los dos caminando juntos. Si a ti te parece bien acompañarme, claro.
─¡Vale!
─respondió.
Tras los
primeros pasos, en silencio, Dalai me agarró de la mano. Lo acompañé hasta su
tienda, a duras penas me soltó la mano y al poco rato se durmió.
Todas las
noches de mi estancia en el campamento, Dalai se escapaba a la puerta esperando
que en un gesto maternal fuese yo a buscarlo. Y todo era más sencillo y hermoso
entonces, porque ya no teníamos nada que pensar, sabíamos lo suficiente el uno
del otro y regresábamos los dos, así, de la mano, algunos días caminando y
otros corriendo entre los árboles.
Ahora que
mi trabajo es otro bien distinto, me gusta pasar las vacaciones subida en una
autocaravana. Cuando estoy en mi casa tiendo a ocupar todos los armarios con
mis cosas y sin embargo, cuando sólo dispongo de un cajón de cincuenta
centímetros para mí, entonces aún me sobra espacio. Y prescindo del secador de
pelo para modular mis rizos y del rimmel para disfrazar de negro mis pestañas
rubias.
Cuando
viajo con la casa a cuestas, me doy cuenta de que el verdadero hogar es
minimalista, se lleva dentro del alma y con unas pocas verdades queda
vestida. Todo lo demás es decoración exterior, engañosa y recargada.
Mi hogar
es nada más que un rincón del alma en el que se encuentra la paz, y esa certeza que amuebla mi casa, me la enseñó un niño llamado Dalai.
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