28 de agosto de 2024

Son lentejas


Este relato, lentejas, le gustaba mucho a una persona que se ha ido para siempre. Alguien que supo leer el alma de la persona que lo escribió, o sea, yo. 

Conservo pocos recuerdos de cuando tenía cinco años, pero decidí, según me cuentan, comer la mitad de lo que me ponían en el plato y me convertí así en una niña más bien delgada. Dicen que fue por celos ─de mi hermano el pequeño─, pero de eso no me acuerdo. 

En aquellos tiempos de mi infancia las señoras iban a menudo a la peluquería, a veces con sus hijas. Desconozco si ahora  sigue de moda esa costumbre, porque los salones de belleza no los visito, porque me arreglo el pelo en casa. Esta aversión a que alguien me corte el cabello, me viene de cuando tenía cinco años, y mi madre se fue un día a la peluquería ─¡a quién se le ocurre hacer eso un sábado!─ y encargó a mi hermano, el mayor de todos, cuidar de mí hasta que ella volviera.

─¡¡¡Y que no se levante a jugar tu hermana hasta que se haya comido todo!!! ─dijo mi madre antes de cerrar la puerta.

Tres horas tardó ella en volver de la peluquería, y ahí plantados nos encontró a los dos: Mi hermano vigilando para que no me moviera de la mesa, y yo ahí sentada, sin moverme y sin probar bocado.

─¡La vida son lentejas! Las comes o las dejas ─comentó mi madre al regresar─, pero eres tan terca, hija mía, tan terca que ni con hambre te doblegas a la imposición de comer. 

Luego las lentejas oxidadas cayeron por el váter. Después me fui a jugar con el estómago vacío y con la primera batalla ganada, porque parece que el hambre te hace correr mejor y más lejos.

Aprendí muy pronto que por la fuerza no se consigue convencer y que la libertad de mi hermano empezaba donde terminaba la mía. Pero sobre todo, aprendí que en mi boca mando yo.



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