28 de agosto de 2024

Son lentejas


Este relato, lentejas, le gustaba mucho a una persona que se ha ido para siempre. Alguien que supo leer el alma de la persona que lo escribió, o sea, yo. 

Conservo pocos recuerdos de cuando tenía cinco años, pero decidí, según me cuentan, comer la mitad de lo que me ponían en el plato y me convertí así en una niña más bien delgada. Dicen que fue por celos ─de mi hermano el pequeño─, pero de eso no me acuerdo. 

En aquellos tiempos de mi infancia las señoras iban a menudo a la peluquería, a veces con sus hijas. Desconozco si ahora  sigue de moda esa costumbre, porque los salones de belleza no los visito, porque me arreglo el pelo en casa. Esta aversión a que alguien me corte el cabello, me viene de cuando tenía cinco años, y mi madre se fue un día a la peluquería ─¡a quién se le ocurre hacer eso un sábado!─ y encargó a mi hermano, el mayor de todos, cuidar de mí hasta que ella volviera.

─¡¡¡Y que no se levante a jugar tu hermana hasta que se haya comido todo!!! ─dijo mi madre antes de cerrar la puerta.

Tres horas tardó ella en volver de la peluquería, y ahí plantados nos encontró a los dos: Mi hermano vigilando para que no me moviera de la mesa, y yo ahí sentada, sin moverme y sin probar bocado.

─¡La vida son lentejas! Las comes o las dejas ─comentó mi madre al regresar─, pero eres tan terca, hija mía, tan terca que ni con hambre te doblegas a la imposición de comer. 

Luego las lentejas oxidadas cayeron por el váter. Después me fui a jugar con el estómago vacío y con la primera batalla ganada, porque parece que el hambre te hace correr mejor y más lejos.

Aprendí muy pronto que por la fuerza no se consigue convencer y que la libertad de mi hermano empezaba donde terminaba la mía. Pero sobre todo, aprendí que en mi boca mando yo.



24 de agosto de 2024

Psicología de la mascarilla


Ruth, mi amiga peluquera, dice que en estos tiempos de pandemia, nuestro cerebro nos está engañando para que los demás nos resulten más guapos cuando llevan la mascarilla puesta

Pienso que nuestro cerebro, o mejor dicho, nuestra imaginación intenta engañarnos continuamente.  Y es cierto que las personas depositamos altas expectativas en aquella parte de la anatomía o de la vida de alguien que aún no conocemos. De hecho, en el lenguaje de la seducción, es mucho más efectivo sugerir que mostrar.

La mente conserva, por fortuna, ese rinconcito de la ingenuidad de la infancia. Será por eso que los regalos  llevan su envoltorio. Aunque al abrirlos generan con frecuencia, más frustración que sorpresa. 

Y cuando esta cualidad tan nuestra, la ponemos al servicio de Internet, la frustración es el resultado garantizado. Porque podemos distinguir con claridad una fotografía manipulada con Photoshop. Sin embargo, nos cuesta mucho detectar la manipulación de un perfil de Internet, creado para aparentar un carácter de antihéroe moderno, con una inteligencia brillante, y con la capacidad de generar confianza a través de una estrategia de juegos malabares creados con palabras. Por la misma razón, en los perfiles de Internet a ninguno de nosotros le favorece la mascarilla. En Facebook, todos estamos mucho más guapos sin ella. 

Si lo pensamos bien, los amigos interesantes y atractivos que todos hemos conocido realmente, aunque su perfil virtual no esté mal, resultan mucho más atractivos en persona, porque nuestro cerebro es capaz de detectar otros matices de gran belleza que siempre requieren la presencialidad.

Por supuesto, Internet es un avance indiscutible para muchas cosas. Pero para conocer personas atractivas de verdad, interesantes y sobre todo de confianza, sencillamente  no sirve.

 


23 de agosto de 2024

Contigo

De todas las caras que tuvo el amor, tú fuiste la más extraña. Tu forma de estar se parecía a las nubes.

Más del cielo que de nadie.

Aunque vengan días de Sol, vivo como siempre, por delante, tal y como prometí.

Como si nunca te hubieras ido.



20 de agosto de 2024

Con la casa a cuestas


Recuerdo con mucho cariño el último verano antes de independizarme. Fue para mí la primera vez que trabajé fuera de casa, y lo hice como monitora de un campamento infantil, ubicado en la montaña de Navarra. Me instalé con todo el equipo un día antes de que llegaran los niños, para organizarnos y repartir las tareas y conocer las instalaciones y el programa. El director comentó que todos los años había  dos tiendas de campaña con niños del orfanato o de familias con problemas familiares. Estos niños requerían una atención mucho más cercana e intensa que el resto. Lo habitual era realizar un sorteo previo para designar los monitores de las dieciséis tiendas y ver a quién le había tocado el muerto. Pero antes del sorteo me ofrecí  como voluntaria para ser la monitora de los diez niños de la Inclusa. Mi ofrecimiento fue aceptado unánimemente ─cuánta solidaridad para este tipo de cosas muestra el ser humano─.

En realidad resultó ser un trabajo mucho más divertido y menos problemático de lo que pensaba. Mis niños hacían muchas travesuras con el único propósito de  llamar mi atención; hablar cuando se requería silencio, insultar a quien fuera en cualquier momento (a veces con razón) o levantarse de la mesa mientras estábamos todos cenando en los comedores. Por la noche, después de ir a dormir, los monitores hacíamos recuento de los niños para comprobar que estábamos todos. En mi caso era necesario repetir el recuento una hora después, porque mis niños tenían insomnio y tardaban dos horas en quedar dormidos. En ese tiempo las linternas de mis dos tiendas se iban encendiendo de forma intermitente y a veces salían a tomar el aire. La primera noche, al hacer recuento observé que faltaba un niño de siete años; un niño llamado Dalai. 

─¿Dónde está Dalai? ─pregunté. 
─Ha dicho que se iba del campamento ─respondió uno de sus compañeros de tienda. 
─¿Cómo que se va? ¿A dónde se va? ¿Por qué se va? 

Eran demasiadas preguntas (error de novata) y no tuve ninguna respuesta, así que supuse por intuición que Dalai no se sentía bien en ninguna casa y por eso huía por costumbre. Y cuando alguien huye, acostumbra a hacerlo por la puerta, aunque sea un niño. El campamento estaba en un enorme recinto vallado y la puerta general (obviamente cerrada) se utilizaba para la entrada y salida de los autobuses. Así que fui hasta la puerta y allí estaba él. De pie. Solo. Era un niño muy moreno y con la cabeza rapada. Supuse que ese nombre, Dalai, era en realidad un mote de “familia”. Para esas cosas la hija de La Rubia tiene una intuición de lince. Por eso me quedé a su lado en silencio, y estuvimos así largo rato. Él pensaba en sus cosas (supongo) y yo pensaba en las mías. Él no hacía preguntas. Yo tampoco. 

Ahí, de pie, me dio por recordar a mi último amigo; un chico encantador que se acercaba a mí cuando salíamos en la misma cuadrilla el viernes por la noche, con la intención mutua de ser algo más que amigos, pero que siempre terminaba llevándome a casa en su coche sin que hubiera sucedido casi nada. Cuando llegábamos a la altura del portal, escuchábamos música y a mí me daba por hablar y hablar. Una de las noches, cuando llevaba una hora hablando en el coche, él preguntó: “Idoia, a ti no te gusta volver a casa ¿verdad?"

Después de media hora pensando en nuestras cosas, empecé a hablar con Dalai. 
─Parece que a ti te gusta irte de casa, Dalai. A mí me pasa justo al revés; lo que no me gusta es regresar.  Tal vez sea más fácil para mí volver si lo intentamos los dos caminando juntos. Si a ti te parece bien acompañarme, claro.
─¡Vale! ─respondió. 

Tras los primeros pasos, en silencio, Dalai me agarró de la mano. Lo acompañé hasta su tienda, a duras penas me soltó la mano y al poco rato se durmió. 
Todas las noches de mi estancia en el campamento, Dalai se escapaba a la puerta esperando que en un gesto maternal fuese yo a buscarlo. Y todo era más sencillo y hermoso entonces, porque ya no teníamos nada que pensar, sabíamos lo suficiente el uno del otro y regresábamos los dos, así, de la mano, algunos días caminando y otros corriendo entre los árboles.
Ahora que mi trabajo es otro bien distinto, me gusta pasar las vacaciones subida en una autocaravana. Cuando estoy en mi casa tiendo a ocupar todos los armarios con mis cosas y sin embargo, cuando sólo dispongo de un cajón de cincuenta centímetros para mí, entonces aún me sobra espacio. Y prescindo del secador de pelo para modular mis rizos y del rimmel para disfrazar de negro mis pestañas rubias.
Cuando viajo con la casa a cuestas, me doy cuenta de que el verdadero hogar es minimalista, se lleva dentro del alma y  con unas pocas verdades queda vestida. Todo lo demás es decoración exterior, engañosa y recargada. 

Mi hogar es nada más que un rincón del alma en el que se encuentra la paz, y esa certeza que amuebla mi casa, me la enseñó un niño llamado Dalai.

Sombra voladora


La playa es el lugar relajante por excelencia. Particularmente, las prefiero salvajes y lejos de la urbanización, para practicar en ellas el nudismo. Sí, sí, he dicho en pelotas. Porque todos presumimos de ser personas liberadas, pero la doble moral es una mala sombra que nos persigue,  muy especialmente cuando hablamos de naturismo. Todavía recuerdo aquel programa de televisión; "Un. Dos. Tres. Responda otra vez", en el que aparecían premios que se iban descartando hasta quedarte con uno solo. Podía ser bueno; con suerte un apartamento en la playa, o nefasto, como una calabaza llamada Ruperta. Pero lo peor que te podía pasar, es que te tocara en gracia el premio de una semanita con todos los gastos pagados, para dos personas, en una playa de urbanización nudista. Entonces todo el mundo en el plató, incluido el presentador y por supuesto los telespectadores, se descojonaban a mandíbula batiente del concursante por su ridícula desdicha.

Mi acompañante, en esta ocasión, conocía muy bien el naturismo y me propuso ir a una playa nudista, para pasar la calurosa tarde de verano. Para mí era la primera vez, y acepté la propuesta sin titubeos. Supongo que cuando me encuentro ante a una situación que me puede ruborizar, se crea una lucha en mi foro interno; gallardía contra vergüenza, en la que disfruto dejándome llevar hasta enterrar en lo más profundo de mi ser, mi sentido del ridículo. Dice un amigo mío, psicólogo, que todo eso me pasa porque soy proactiva y prometeica. Aunque siempre le contesto que no conseguirá sentarme en su diván por mucho que intente liarme.

Dejamos el coche aparcado y comenzamos a caminar. Había que atravesar varias playas en las que estaba prohibido practicar nudismo. Era tan inaccesible nuestro destino que aquello me pareció la travesía del desierto sin comida ni agua. Pero vi la luz y se produjo el milagro. No era un espejismo.  Habíamos llegado a nuestro destino; una preciosa playa, no demasiado ancha y bastante larga, cosa que nos permitía a todos estar cómodos, cerca del agua y guardar al mismo las distancias. Reconozco que sentía un pudor algo asfixiante. Pero no había retroceso ─me hubiera muerto deshidratada en el camino de vuelta─. Nos colocamos casi al principio, porque me incomodaba pasear vestida por toda la playa ─cuestión de mimetismo─. Así que nos instalamos, me quité la ropa ─supongo que él también, pero no me percaté, porque ya lo tenía visto de otras veces y estaba más pendiente de lo mío─. Me di crema solar. Mi acompañante colocó su sombrilla (a mí no me hacía falta, pero él insistió) y después se fue a bucear a la zona de las rocas. Yo preferí tumbarme al sol. Así que pegué mi trasero en la toalla y cerré los ojos, como los monos de Gibraltar. Hablaba sola y me decía: "Ya pasará el rato y te irás acostumbrando, poco a poco, y si tienes calor te esperas, que no pasa nada.
El caso es que no habían pasado ni dos minutos y escuché un ruido, ¡clac! y después ¡buf! 

¿Qué habrá sido eso? ─pensé─, horror, ¿qué si no? La maldita sombrilla que se iba volando. Lejos. Muy lejos de mí. No sabía como reaccionar ante tal coyuntura de contratiempos, así que hice lo que cualquier chica hubiera hecho; busqué con la mirada a mi acompañante. Después de todo la sombrilla era suya, y fue él quien se empeñó en colocarla (mal, por cierto) mientras yo solo quería tomar el sol. Pero él estaba ya mar adentro. Joder, todo el mundo miraba ─la verdad es que las playas nudistas son así. Todo el mundo mira, que es como debe ser─, hasta ahí bien... pero, ¿por qué nadie salía corriendo para ayudarme? Obviamente, todos observaban mi decisión. Si no me levantaba quedaría como una remilgada y si me levantaba, me tragaría la tierra por la vergüenza. Mientras yo vacilaba ante tanta confusión, el viento jugaba en mi contra (una vez más) y había que decidir rápido, unos segundos se podían transformar en veinte desesperantes metros de agonía.
Así que me levanté con una seguridad pasmosa y aparente, y pensando; caminaré despacio y recogeré la sombrilla. Pero tras mis primeros pasos, vino otra ráfaga de viento y ella volaba y volaba, atravesando la playa en todo su recorrido. De vez en cuando caía, eso sí, pero permanecía muy poco tiempo en tierra. Entonces sí que miraba todo el mundo con una sonrisilla traviesa ─muy divertido claro, yo en mi linea de dar siempre el espectáculo─. A grandes males grandes remedios ─pensé─ y eché a correr apresuradamente. ¡Y bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! Aquello más que una solución era el bamboleo del siglo. Se movían todas las partes de mi cuerpo, hasta las pestañas, pero lo del pecho, ¿eso? Eso era algo fuera de lo común.

No sé si sabéis lo que es correr desnuda. Yo sí. Os cuento. Lo único que piensas es: Joder que la sombrilla se pare y la pueda recoger de una puta vez. Porque puestos a hacer el ridículo, volver sin sombrilla hubiera sido ya lo último. Para morirse de risa, ¡vamos! Pero hubo suerte. Al final de la playa pude recuperar mi objeto volante. Me lo coloqué a modo de paraguas sobre mi hombro y volví paseando despacio y recreando, sin darme cuenta, un óleo de Sorolla, pero sin ropa. Lo estáis pensando. Lo sé. ¿Cómo no se me ocurrió plegar la sombrilla y pasear disimuladamente? Pues no sucedió, porque en definitiva soy así; no paso desapercibida ni aunque me lo proponga.

Mutuo

 No perdura un amor que no es correspondido.

Cuando eres indiferente para alguien, siempre termina siendo recíproco.



19 de agosto de 2024

Olvidar

Sobre los escombros
olvidados en la memoria
de tu silencio

levantaré una fortaleza
construida con mis palabras. 


16 de agosto de 2024

Senderos

Me subí a los primeros tacones cuando llegué a los cuarenta, así que no esperé a ningún príncipe que reclamase para mi pie su impar zapatito de cristal. 

Después de pasar media vida estudiando licenciatura, máster y posgrados en vinagre, y de trabajar muchas noches con bajo sueldo, aprendí que las cosas que merecen la pena son pocas y vienen de gratis, y hay que saber también darse el gusto cuando se presenta una buena oportunidad.

No necesito mayordomo ni señora de la limpieza. A mi casa vienen los amigos pero no entra nadie para servirme, porque puedo sola con mi propia mierda. Tampoco soy de las que va de visita y aprovecha para dejarla fuera.

Tengo un corazón curtido para soportar la indiferencia o el desprecio injusto, pero si se acercan los mismos para intentar amarme, soy orgullosa y no se lo permitiré. He sobrevivido a la depresión y no me conformo con el amor que se da como sobras o por remordimiento. 

Detesto el frío, pero aun así, prefiero morir congelada antes que mendigar el calor. 



Dos flores y un día


En el patio de mi casa hay un cactus que vive despacio y solo. Apenas le hablo y él también me ignora, porque en toda su vida no ha florecido. Pertenece a una familia que da su flor, una vez al año, y se marchita en pocas horas. 

Yo mantengo las distancias, así que tampoco le doy opción a pincharme. Él utiliza su esterilidad para hacerse el muerto conmigo. Me acerco solo lo suficiente, y le sonrío tímidamente. Es una manera de que al menos uno de los dos parezca vivo. 

Esta noche, mientras estaba escribiendo, me sorprendió. En mi aniversario me ha regalado las dos primeras flores de su existencia. Me las dio para que aprenda a acercarme más a la vida

Porque no todo son espinas.





*Fotografías de Idoia Laurenz

El olivo de Ione

Por fin me sentía liberada después de romper mi vínculo afectivo con Nacho, un hombre al que entregué todo mi tiempo mental en favor de una utopía. Creo que el amor es una de esas cosas que a veces sucede al margen de lo imposible. Nunca supe si Nacho me correspondía, porque él reconocía sus afectos en función de otras cosas a las que tampoco tuve acceso, así que todo acabó siendo un problema de enfoque, que terminé por solucionar enterrando esa utopía. Al hacerlo me di cuenta que en ese mismo campo estaban enterradas otras utopías. Había un vecino al que no había prestado demasiada atención. Joel vivía al final de la misma calle y rara vez nos encontrábamos. Teníamos diferentes horarios de trabajo, así que nos veíamos cuatro o cinco veces al año. Pero él siempre había estado en los pocos momentos cruciales en los que pude necesitar la ayuda de un vecino amable. Por eso, se me ocurrió dejar una carta en el buzón de Joel, para desearle un buen verano y pedirle que echara un vistazo de vez en cuando a mi casa. También le pedí que regara dos veces por semana un olivo que había plantado en una gran maceta que dejé junto a la puerta de entrada. Me iba de vacaciones a un pueblo de mar en la otra punta del país, aunque preferí omitir en la nota la causa de mi ausencia, y simplemente añadí que regresaría tres meses después. También le dejé mi dirección de correo electrónico, para que pudiese localizarme ante cualquier imprevisto o urgencia.

El verano fue maravilloso y pude disfrutar del mar, las noches de copas y tertulias con amigos en la playa. Me gustaba levantarme temprano y hacer fotografías en los alrededores de aquel pueblo andaluz rodeado de alcornocales. Fue todo tan bien, que hasta el día anterior al viaje de regreso a Barcelona, no me acordé de mi viejo olivo. En todo ese tiempo tampoco había recibido noticias de Joel, así que supuse que la normalidad vecinal había sido la tónica durante mi larga ausencia.

Al llegar a mi casa vacié el buzón y vi que entre todas aquellas cartas había una de Joel. Me dejaba un mensaje breve que decía:

“Querida vecina, las hojas del olivo se han secado completamente. Creo que el árbol está muerto. Aun así lo he regado siguiendo tus indicaciones. Cuando estuve fuera le dije a Anselmo, el jubilado que vive en el número 47, que lo cuidara en mi lugar. Anselmo también sospecha que el olivo está muerto.”

Pensé que sería buena idea invitar a Joel a cenar a mi casa, así que fui caminando hasta el final de la calle y llamé al timbre de su casa, pero no contestó nadie. Al día siguiente volví a intentarlo. Tampoco contestó, pero iba preparada para ello y llevaba un folio en el que escribí:

“Me gustaría invitarte a cenar este viernes. Quedamos a las nueve en mi casa. Si no puedes venir, déjame un mensaje en mi buzón.”

Desde el lunes ─cuando dejé la nota─ hasta el viernes, él no me dejó ningún aviso de respuesta, así que supuse que vendría a la cena.

El viernes estuve toda la tarde cocinando. Cuando quedaba media hora para las nueve, me dio un ataque de estupidez en el que empecé a elucubrar demasiadas cosas: que quizá Joel no iba a venir ─posibilidad que hasta entonces no había contemplado─, o que debí dejarle un número de teléfono ─posibilidad que me planteé desde el principio─. Aunque inmediatamente después pensé que hice muy bien en no dejarle mi número, y transcurridos diez minutos estaba nuevamente convencida de lo contrario.

A las nueve y cuarto llamó a la puerta, pero el cuarto de hora precedente fue el más confuso que recuerdo desde que me perdí en la feria con cinco años. Así que abrí e intenté disimular mi supuesto semblante perdido.

─¡Hola, Ione! Cuánto me alegro de verte. He traído una botella de vino tinto para la cena ─comentó Joel mientras repasaba con la vista toda la casa, con la intención de cerciorarse de que era el único invitado─. Por cierto, ¿has tirado el olivo?
─También me alegro de verte ─me acerqué y le di dos besos─. Muchas gracias por todo ─respondí con una amplia sonrisa─. El olivo está en la terraza. Pasa y siéntate ─le dije señalando la terraza en la que también estaba la mesa preparada, y con una vela en el centro.

Abrí el vino y lo serví, y antes de empezar a comer Joel se acercó al olivo y apoyado en la barandilla del balcón levantó su mano en un gesto que me invitó a acercarme hasta él.
─¿Se puede saber por qué me has hecho regar un árbol muerto durante estos meses? El vecino, Anselmo, piensa que estás un poco loca.
─Es que todavía no se sabe si está muerto. ¿Y tú que piensas? ─respondí.
─Tiene todas las hojas secas… señal inequívoca ─alegó.
─Es que le tengo cariño al arbolito ─le dije con pena─ porque germinó en el jardín que había antes debajo de esta terraza. Hace quince años observé que había una pequeña planta de olivo, que después siguió creciendo sola hasta convertirse en un árbol. Pero este verano reformé el jardín y en su lugar habilité esta terraza. Fue una decisión de última hora. De haberlo sabido hubiera trasplantado el olivo a la maceta en el mes de enero, para garantizar su supervivencia. 

─¿Te fuiste por trabajo estos tres meses? ─preguntó como esperando una respuesta afirmativa.
─No, no. Me fui de vacaciones.
─Vaya… pues que no se entere Anselmo.
─No seré yo quien selo diga. Descuida. Pero te aseguro que este olivo está vivo ─susurré y arranqué una hoja del árbol, y después, al lanzarla por el balcón aproveché para acercarme sinuosamente al cuerpo de Joel─. Y lo que sucede es que hasta que pase el invierno y nazcan los nuevos brotes en primavera, no se podrá saber con certeza ─momento en el que aproveché para tomar un trago de su copa.
─¿Te gustan? ─me preguntó sin especificar qué, aunque se refería claramente a los vinos.
─Me encantan, pero solo los bien cultivados ─dije dando por hecho que le había comprendido, pero que tenía ganas de jugar─. ¿Y a ti?
─¿A mí...? De uvas rojas y hermosas ─respondió siguiéndome el juego.

Siempre me pareció que Joel era inteligente y también honesto, algo imprescindible, puesto que creo que los hombres inteligentes que carecen de honestidad acaban siempre siendo millonarios o se quedan amargados en el intento. Los honestos, en cambio, terminan siendo humildes y con un gran sentido del humor, que suele ser directamente proporcional a su grado de inteligencia. 

Al terminar el postre, Joel se levantó de la silla y extendió su mano invitándome a bailar. Sonaba la canción Supergirl de Reamonn, y obviamente accedí.

─Quizá yo no sea lo suficientemente roja y hermosa ─dije volviendo a la broma, sin poder evitarlo, aunque con la certeza de saberme equivocada por hacerlo.
─Quizá seas mucho más pasional de lo que tú crees.

Al día siguiente Joel me regaló una planta de margaritas. Se me ocurrió la idea de trasplantarla junto al olivo. Y estoy convencida de que esa maceta está llena de vida porque estamos en pleno mes de diciembre y aún florecen margaritas nuevas a pesar del frío.

Hay cosas que las entierro muy profundo para olvidarlas y algunas veces sucede que el entierro se me convierte en una cuidada siembra de la más mínima esperanza de amor y vida.

*Fragmento de Por si te encuentro.


El olivo de Ione. Por Ayla Michelle.

15 de agosto de 2024

El hombre del cruce


Era la tercera vez que viajaba a Barcelona en un mes, para participar en diferentes pruebas de selección, y poder acceder al que finalmente iba a resultar mi primer trabajo serio. En esta última ocasión me desplazaba sólo para realizar una prueba psicotécnica, cuyo resultado determinaría una entrevista final con el gerente de la empresa. Serían dos días de estancia, así que envié un correo urgente a Aitor (una semana antes) para que me acogiese en su casa durante el jueves y viernes. Vivía en un piso del extrarradio que compartía con otro estudiante. No tenía teléfono fijo y los teléfonos móviles no existían por aquel entonces.  Él no contestó a mi correo, y eso era perfecto,  porque según nuestro código, significaba que no había problema que impidiera mi visita. 


Intimé con Aitor los últimos meses de mi estancia en Barcelona, ciudad en la que viví durante el año anterior mientras realizaba un curso de posgrado.  Durante aquel año, todavía reciente en el tiempo y en el recuerdo, compartí apartamento con otros estudiantes. En el café de la Facultad me presentaron a Aitor. Por aquel entonces, él había dejado recientemente una relación y todavía estaba enamorado, aunque no lo reconociese, y yo no estaba enamorada de nadie. Nuestros encuentros no fueron planificados, como una forma de subrayarnos esa banalidad, algo que provocaba, sin pretenderlo, un aumento de la pasión entre ambos. Era un tío de confianza que me transmitía una cercanía humana verdadera. El sexo surgió como algo inevitable, pero disfrutábamos juntos de cualquier momento trivial, aunque Aitor intentaba disimularlo, como si no quisiera que eso diese lugar a que hubiera ninguna otra cosa por añadidura. 

Recuerdo que en el piso de Aitor había una tercera habitación que siempre permaneció desocupada a la espera de algún nuevo inquilino que nunca llegaba. Bromeaba conmigo y decía que la cama de invitados estaba a mi disposición. Él pensaba que iba a volver algún día a Barcelona después de mis estudios de posgrado. Lo pensaba porque fui la única que bebió agua de la fuente de Canaletas, y ya se sabe que quien bebe de esa fuente se queda para siempre en Barcelona. En realidad fui la única que quiso beber, y lo hice precisamente por eso, porque yo no quería regresar a Pamplona, aunque me daba igual el lugar de residencia con tal de que estuviera lejos de ella. En cualquier caso, Barcelona ya me parecía bien. Aitor era muy observador y esas cosas del desarraigo las percibía rápidamente.  Pero yo le seguía la broma diciendo que ricitos de oro no había encontrado un lugar en su cueva del oso. 

Al concluir las pruebas para acceder al trabajo, y resultar seleccionada, fui hasta el apartamento de Aitor. Llamé al timbre de su puerta en repetidas ocasiones pero nadie me contestó.  Volví a intentarlo dos horas después y el resultado fue el mismo. Tampoco vi ningún aviso o mensaje justificando su ausencia, así que busqué una cabina y llamé a Sofía, una amiga que vivía en Sitges. Dormí en su casa los dos días.  Luego supe a través de un conocido, que Aitor no quiso verme y que me esquivó fríamente y a conciencia. Al parecer andaba enamorado de una turista sueca que había conocido dos semanas antes. Pudo haberme disuadido con cualquier excusa, pero prefirió no darme ningún tipo de explicación, y esa elección consciente fue la que me dolió. 

Después de esos dos días tan intensos regresé a Pamplona en tren. Llegué a la estación a las dos de la madrugada y como no tenía dinero para el taxi, tomé un autobús que me acercase lo más posible a la casa de mis padres. Sólo serían quinientos metros caminando, pero con vaqueros, zapato plano y una ligera bolsa de equipaje no tendría problemas ─pensé─. Pero sí que los tuve. Nada más bajar del autobús me cruce con jóvenes de mi edad que salían de una discoteca cercana. Alguno me invitaba a quedarme a tomar una copa. Pasé de largo intentando no despertar la atención, pero un tío con pinta de loco que viajaba en un dos caballos se dispuso a seguirme. Mientras yo caminaba por la acera, él circulaba por la carretera a la velocidad de mi paso. La calle estaba desierta. En tres ocasiones se bajó del coche para invitarme a que subiera y las tres veces le dije que no. Pero él siguió detrás de mí a pesar de todo.  En ese momento vi a un hombre que que me inspiró confianza. Caminaba muy deprisa y me acerqué hasta él.
─Lo siento, estoy en apuros ─le dije─. Es que me viene siguiendo un joven que no conozco de nada y estoy asustada. 
─¿Hacia dónde vas? ─preguntó sin parecer afectado y sin romper su frenético ritmo que me resultaba difícil seguir. 
─Voy hacia la zona hospitalaria ─contesté.

Observé que el tío que me perseguía, aceleró bruscamente y por fin pasó de largo.

─Muy bien ─respondió mi salvador desconocido─. Parece que los dos caminamos en la misma dirección. 

Apenas hablamos durante el trayecto. Al llegar al cruce en el que nos teníamos que separar, nos detuvimos y tuve la certeza de que aquel hombre era mucho más joven de lo que aparentaba. Me habló con una calidez que me sorprendió.

─En otras circunstancias te acompañaría hasta tu casa ─me dijo, pero es que mi mujer lleva dos meses ingresada en el hospital y me acaban de llamar los médicos para que me despida  de ella, porque se está muriendo.
─Muchas gracias por tu gentileza. Siento mucho lo de tu esposa ─respondí mientras se alejaba y me decía adiós con la mano.
  
Llegué a casa sin problemas, pero después no pude dormir en toda la noche. Pensaba en aquel hombre y en su gesto amable conmigo. 

Dos meses después me telefoneó Aitor cuando todavía residía en la casa de mis padres. Al parecer se había enterado de que me habían contratado para trabajar en Barcelona y que en breve me iría a vivir allí. Quiso ofrecerme su casa para todo el tiempo que quisiera. "La habitación de invitados aún esta libre", dijo en tono de broma, como recordando viejos tiempos.

Le agradecí el ofrecimiento pero no le contesté. Me excusé amablemente y colgué el teléfono. Supongo que Aitor había dejado de existir para mí. De la misma forma que dejaron de existir todos aquellos que traicionaron mi confianza. 

Cuando siento el rechazo injustificado y gratuito de alguien,  siempre pienso en el hombre amable que encontré en aquel cruce. Aquello se convirtió en un encuentro espiritual que persiste aún hoy en mi memoria. Él me recuerda que tengo cosas mucho más importantes de las que preocuparme, y que las puedo perder en cualquier momento. 

El eco de tu ausencia


Me fugué de aquella casa sin hacer ruido. Abandoné  mis ausencias. Se quedaron junto al desorden y el olvido, entre palabras y abrigos que no pude calentar.

Hoy las piedras asoman su silencio todavía en carne viva. Busco ese lugar entre los escombros, para una cama de flores debajo de un cielo en ruinas.

Y no entiendo por qué le llaman esperanza de vida, al año de mierda que llega provisto de nieves, en el que el aire ya no sirve para respirar.

*Imagen por Idoia Laurenz.

14 de agosto de 2024

Fuegos artificiales

 Si escribes para una mujer, pero el contenido se inspira en otra,

las dos acabarán por explotar en ese juego a dos bandas,

en ese tiro a dos platos. 



Ignífuga

 Aquel fuego se parecía a la literatura, por eso me gustó también el aire que pude al fin respirar,

después de haber pasado página.