Era la tercera vez que viajaba a Barcelona en un mes, para participar en diferentes pruebas de selección, y poder acceder al que finalmente iba a resultar mi primer trabajo serio. En esta última ocasión me desplazaba sólo para realizar una prueba psicotécnica, cuyo resultado determinaría una entrevista final con el gerente de la empresa. Serían dos días de estancia, así que envié un correo urgente a Aitor (una semana antes) para que me acogiese en su casa durante el jueves y viernes. Vivía en un piso del extrarradio que compartía con otro estudiante. No tenía teléfono fijo y los teléfonos móviles no existían por aquel entonces. Él no contestó a mi correo, y eso era perfecto, porque según nuestro código, significaba que no había problema que impidiera mi visita.
Intimé con Aitor los últimos meses de mi estancia en Barcelona, ciudad en la que viví durante el año anterior mientras realizaba un curso de posgrado. Durante aquel año, todavía reciente en el tiempo y en el recuerdo, compartí apartamento con otros estudiantes. En el café de la Facultad me presentaron a Aitor. Por aquel entonces, él había dejado recientemente una relación y todavía estaba enamorado, aunque no lo reconociese, y yo no estaba enamorada de nadie. Nuestros encuentros no fueron planificados, como una forma de subrayarnos esa banalidad, algo que provocaba, sin pretenderlo, un aumento de la pasión entre ambos. Era un tío de confianza que me transmitía una cercanía humana verdadera. El sexo surgió como algo inevitable, pero disfrutábamos juntos de cualquier momento trivial, aunque Aitor intentaba disimularlo, como si no quisiera que eso diese lugar a que hubiera ninguna otra cosa por añadidura.
Recuerdo que en el piso de Aitor había
una tercera habitación que siempre permaneció desocupada a la espera de algún
nuevo inquilino que nunca llegaba. Bromeaba conmigo y decía que la
cama de invitados estaba a mi disposición. Él pensaba que iba a volver algún
día a Barcelona después de mis estudios de posgrado. Lo pensaba porque fui la
única que bebió agua de la fuente de Canaletas, y ya se sabe que quien bebe de
esa fuente se queda para siempre en Barcelona. En realidad fui
la única que quiso beber, y lo hice precisamente por eso, porque
yo no quería regresar a Pamplona, aunque me daba igual el lugar de residencia
con tal de que estuviera lejos de ella. En cualquier caso, Barcelona ya me
parecía bien. Aitor era muy observador y esas cosas del desarraigo las percibía
rápidamente. Pero yo le seguía la broma
diciendo que ricitos de oro no había encontrado un lugar en su cueva del
oso.
Al concluir las pruebas para acceder al trabajo, y resultar seleccionada, fui hasta el apartamento de
Aitor. Llamé al timbre de su puerta en repetidas ocasiones pero nadie me
contestó. Volví a intentarlo dos horas después y el resultado fue el
mismo. Tampoco vi ningún aviso o mensaje justificando su ausencia, así que
busqué una cabina y llamé a Sofía, una amiga que vivía en Sitges. Dormí en su casa los dos días. Luego supe a través de un conocido, que Aitor no
quiso verme y que me esquivó fríamente y a conciencia. Al parecer andaba
enamorado de una turista sueca que había conocido dos semanas antes. Pudo haberme disuadido con cualquier excusa, pero prefirió no
darme ningún tipo de explicación, y esa elección consciente fue la que me dolió.
Después de esos dos días tan intensos
regresé a Pamplona en tren. Llegué a la estación a las dos de la madrugada y
como no tenía dinero para el taxi, tomé un autobús que me acercase lo más
posible a la casa de mis padres. Sólo serían quinientos metros caminando, pero
con vaqueros, zapato plano y una ligera bolsa de equipaje no tendría problemas
─pensé─. Pero sí que los tuve. Nada más bajar del autobús me cruce con jóvenes
de mi edad que salían de una discoteca cercana. Alguno me invitaba a quedarme a
tomar una copa. Pasé de largo intentando no despertar la atención, pero un tío
con pinta de loco que viajaba en un dos caballos se dispuso a
seguirme. Mientras yo caminaba por la acera, él circulaba por la carretera a la
velocidad de mi paso. La calle estaba desierta. En tres ocasiones se bajó del
coche para invitarme a que subiera y las tres veces le dije que no. Pero él
siguió detrás de mí a pesar de todo. En ese momento vi a un hombre que
que me inspiró confianza. Caminaba muy deprisa y me acerqué hasta él.
─Lo siento, estoy en apuros ─le dije─. Es que me viene siguiendo un joven que no conozco de
nada y estoy asustada.
─¿Hacia dónde vas? ─preguntó sin parecer afectado y sin
romper su frenético ritmo que me resultaba difícil seguir.
─Voy hacia la zona hospitalaria ─contesté.
Observé que el tío que me perseguía, aceleró bruscamente y por fin pasó de largo.
─Muy bien ─respondió mi salvador desconocido─. Parece que los dos caminamos en la misma
dirección.
Apenas hablamos durante el trayecto. Al llegar al cruce en el que
nos teníamos que separar, nos detuvimos y tuve la certeza de que aquel hombre era mucho más joven de lo
que aparentaba. Me habló con una
calidez que me sorprendió.
─En otras circunstancias te acompañaría
hasta tu casa ─me dijo─, pero es que mi mujer lleva dos meses ingresada en el hospital y
me acaban de llamar los médicos para que me despida de ella, porque
se está muriendo.
─Muchas gracias por tu gentileza. Siento mucho lo de tu esposa ─respondí mientras se alejaba y me decía adiós con la mano.
Llegué a casa sin problemas, pero después no
pude dormir en toda la noche. Pensaba en aquel hombre y en su gesto amable conmigo.
Dos meses después me telefoneó Aitor cuando todavía residía en la casa de mis padres. Al parecer se había enterado de que me habían contratado para trabajar en Barcelona y
que en breve me iría a vivir allí. Quiso ofrecerme su casa para
todo el tiempo que quisiera. "La habitación de
invitados aún esta libre", dijo en tono de broma, como recordando viejos
tiempos.
Le agradecí el ofrecimiento pero no le
contesté. Me excusé amablemente y colgué el teléfono. Supongo que Aitor
había dejado de existir para mí. De la misma forma que dejaron de existir todos
aquellos que traicionaron mi confianza.
Cuando siento el rechazo injustificado y gratuito de alguien, siempre pienso en el hombre amable que encontré en aquel cruce. Aquello se convirtió en un encuentro espiritual que persiste aún hoy en mi memoria. Él me recuerda que tengo cosas mucho más importantes de las que preocuparme, y que las puedo perder en cualquier momento.
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