Las
bobinas de perlé de color blanco ocuparon durante unas horas la mesa de la
cocina. Mi madre las esparció una tarde para tejer el sueño de que fuese una
niña la vida que le estaba creciendo dentro. Después volvió a
reagruparlas en cuatro bolsas diferentes, y a cada una le puso el nombre de la
minúscula parte del cuerpo que luego me vestiría.
Tras el sueño preparó la comida para sus dos niños mayores, de cinco y
seis años, que correteaban por el pasillo dando patadas a un balón y marcaban
goles en la puerta de su casa. El pequeño de nueve meses dormía en el cochecito
que la mujer movía adelante y atrás mientras cantaba cientos de canciones que
servían de rezo para ahuyentar los virus.
Algunas mañanas soleadas iban todos a visitar a mi tía que vivía a dos
kilómetros de casa. Mi madre seguía cantando por la calle mientras empujaba con
sus antebrazos el carrito del bebé, y mis dos hermanos la ayudaban a dirigir la
marcha con la fuerza de sus manos, cada uno de un lado. Seguían el camino que
pasaba entre medio de unos campos de trigo. Mi madre tricotaba un jersey al
compás de sus pasos, y mientras el hilo se soltaba del corazón de la madeja,
ella daba puntadas para envolver un día el mío.
Una noche de verano la mujer rompió aguas. Preparó su bolso, llamó a su marido
para que le buscara un taxi y después avisó a la vecina para decirle que se iba
a parir y que sus hijos dormían.
–Es el cuarto hijo –dijo mi madre al entrar
en el hospital, y de esta forma dejar clara su experiencia–. Creo que va a nacer
enseguida.
–Pues eres la quinta parturienta de la noche
y aquí se pare por orden –aseguró la comadrona, y la invitó a tumbarse en una camilla.
Durante una hora nadie entró a visitarla.
Sintió unas ganas irreprimibles de empujar, y empujó. Yo asomé la cabeza y en
ese instante regresó la enfermera.
–Todavía tendrás que esperar unas horas.
Estoy atendiendo otro parto –comentó desde la puerta y dejando clara su
intención de no traspasarla.
–Haz lo que quieras –contestó muy
decepcionada–, de todas formas mi hija está naciendo. Porque es una niña.
Fue entonces cuando se decidió a entrar en la habitación y se acercó a
mirar entre las piernas de mi madre, para asegurarse antes de irse.
–¡Bruta! ¡Burra! ¡El niño tiene
la cabeza fuera! –gritó con ganas, como intentando frenar lo imparable.
–Ya se lo dije. Y además es una niña –volvió
a insistir mi madre– . Sáquela o váyase, que de todas formas puedo hacerlo
sola.
Decidió quedarse el tiempo justo, que fue muy poco porque el nacimiento
era inminente. Luego salió de nuevo al pasillo y gritó “niña”.
Mi padre lo escuchó desde la sala de espera y lloró.
Los insultos fueron las primeras palabras que oí al nacer. Desde entonces la
experiencia me ha dado pruebas suficientes de que estoy predestinada a sobrevivir
al rechazo. Y sobrevivo. A ratos y de lejos parezco feliz.
La vida no me dio el gusto para saborear la boca del deseo que se llena
con dos lenguas, por eso me la engaño con vino tinto. Me he resignado a no
poder nacer de nuevo. Y desde este hoyo no grito palabras de amor porque hace
más de media vida que sólo responde mi eco.
Vivo en silencio con los que me quieren y me siento a la mesa
para comer acompañada por los que saben entender mi dolor. Pero ellos
saben que estoy bautizada en la fe de la renuncia. En esta condición de
charco que se forma siempre en el mismo vacío cada vez que llueve, y al secarse
deja la marca de la tristeza en el mismo hueco.