Imagen tomada por Julia. |
Cuando llegué a aquel piso en Barcelona que
compartiría con otros tres estudiantes, no llevaba en la maleta vestidos de noche
ni sonrisas de día, ni zapatos de tacón de aguja, ni tenía seguridad para
caminar por las calles que me llevasen a esos sitios de copas donde las mujeres
guapas iban a divertirse.
Nadie sabrá si fui joven y bella dentro
de aquel cuerpo de veintitrés años, que se ocultaba al mundo debajo de pantalones
y jerséis con dos tallas por encima.
En aquel piso la limpieza y la comida se
programaban por turnos rotativos, pero la montaña más alta de platos acumulados
siempre era la mía.
Cuando llegué a aquella ciudad no me
pintaba los labios ni los ojos, porque jamás tuve la necesidad de maquillar mi
tristeza.
La otra cosa que detestaba, además de fregar, era que me tomaran fotografías.
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