28 de septiembre de 2015

La ventana de Ione

 

   
Regreso a Albi como una turista más y aunque conozco de sobra el arte que se prodiga aquí, me gusta volver porque así me permito recordar las emociones de mi pasado que se quedaron vinculadas sólo a esta tierra. Podría pensar en Pierre desde cualquier otra parte del mundo pero no lo hago. No consiento que mi memoria pasee libremente por los cementerios del amor. Cuando mi mente necesita vengarse de esa tortura silenciosa que le impongo, se me ablanda el corazón, me subo al coche y conduzco de un tirón hasta llegar a mi plaza favorita en Albi. Una vez ahí, le doy rienda suelta a todos esos recuerdos agolpados durante años. Me permito emborracharme de ellos y pienso que el dolor y la memoria hacen muy buena pareja. Se beben los vientos mutuamente ese par de locos pero jamás dejé que vivieran su idilio tranquilamente en mi casa, del mismo modo que ellos tampoco me permitieron gozar del mío.

Cuando me encuentro ubicada en mi pasado, quiero decir, lo bastante ebria como para resistir y lo suficientemente sobria como para caminar, me acerco paseando hasta la que me gusta llamar, irónicamente, “La rue de l’amour”, en la que está mi viejo apartamento de alquiler. Conserva todavía las mismas ventanas por fuera y los mismos deseos intactos por dentro.

Recuerdo que Pierre vivía en Toulouse y sólo venía a verme los martes porque ése era mi único día festivo, además de algún domingo. Me llamaba por teléfono justo antes de salir de su casa y llegaba a la mía una hora después, cosa que normalmente sucedía a las siete de la tarde. No salíamos del apartamento en toda la noche. Cenábamos desnudos y hacíamos el amor durante horas. No había tiempo ni ganas de hacer ninguna otra cosa. Nos despedíamos a las ocho de la mañana del día siguiente. Dejaba que él se fuese primero porque a mí me gustaba verle marchar en su coche desde esta misma ventana que observo ahora. Durante seis meses continuamos nuestra relación de esa forma. Pierre viajaba mucho, unas veces por causas familiares (para atender a su padre, afectado por una paraplejía debida a un accidente de tráfico) y otras por motivos de trabajo. También nos vimos algún domingo en su casa de Toulouse.

Un martes ya no volvió. Tuvimos una breve conversación telefónica en la que me dijo que no podríamos vernos como de costumbre porque su trabajo atravesaba un momento muy crítico que requería todo su tiempo y su atención. 

Tres semanas después las campanas de la catedral del pueblo tocaron a boda. Se casaba una vecina de la villa con el hijo del dueño de la antigua fábrica de chocolate. Al parecer, el padre del novio era un señor que iba en silla de ruedas. Su empresa había quebrado después del fallecimiento de la esposa, en el mismo accidente que le causó la lesión medular.

Por comentarios de los vecinos, me di cuenta de que se casaba Pierre. En ningún momento tuve deseos de entrar en la iglesia para interrumpir el evento, como suele suceder en algunas películas. Me mantuve en silencio durante meses, humillada por mis propios sentimientos autodestructivos. Inmersa en mi supuesta incapacidad para dejarme querer o sentirme querida. Analfabeta para decir y escuchar las emociones. Inmóvil en mi ventana. Abandonada por los otros y por mí, en esa angustia de acontecimientos que supuestamente le pueden pasar a cualquiera. No supe nada más de Pierre hasta que un año después volvió a sonar el teléfono.

─Allô? ─pregunté, pero sólo hubo silencio─. Allô? ─repetí─. Dis-moi! Qui est-ce? Papá, ¿eres tú? ─pasé a preguntar en castellano por si era alguien de mi familia.

─¡Ione, no cuelgues! ─oí por fin del otro lado─.  Soy Pierre! ─dijo en tono ilusionado.

   Intuí que el amor no tiene nada de ciego y siempre detecta cuando no es correspondido. Lo supe y viví sin hacer preguntas ni pedir explicaciones. Cuando el amor es un viaje sólo de ida, se limita a esperar los acontecimientos hasta que finalmente muere de soledad. Mientras pensaba en ello, Pierre seguía hablando solo.




25 de septiembre de 2015

Mis platos pendientes

Imagen tomada por Julia.

Cuando llegué a aquel piso en Barcelona que compartiría con otros tres estudiantes, no llevaba en la maleta vestidos de noche ni sonrisas de día, ni zapatos de tacón de aguja, ni tenía seguridad para caminar por las calles que me llevasen a esos sitios de copas donde las mujeres guapas iban a divertirse.

Nadie sabrá si fui joven y bella dentro de aquel cuerpo de veintitrés años, que se ocultaba al mundo debajo de pantalones y jerséis con dos tallas por encima.  

En aquel piso la limpieza y la comida se programaban por turnos rotativos, pero la montaña más alta de platos acumulados siempre era la mía. 


Cuando llegué a aquella ciudad no me pintaba los labios ni los ojos, porque jamás tuve la necesidad de maquillar mi tristeza. 

La otra cosa que detestaba, además de fregar, era que me tomaran fotografías.

22 de septiembre de 2015

Vuelve sola

 

Dani, un compañero de trabajo, me suele aconsejar sobre mi vida social ─supongo que en algún momento le di confianza para ello─, y me recomienda que de vez en cuando, cualquier viernes por la noche, visite alguna discoteca de Barcelona. Él piensa que analizo demasiado a los hombres que conozco, y que por eso me resulta difícil conceder una mínima oportunidad a cualquiera que esté interesado en mí. Sé que lo piensa aunque no me lo diga con esas mismas palabras. Lo deduzco porque está convencido de que la única forma de llevarme al huerto es por sorpresa, por algún desconocido con quien mi mente no pueda poner inconvenientes o excusas, y que tenga la suerte o la desgracia de encontrarme un momento con la guardia abajo. Dice que conmigo sólo sirve el aquí te pillo y aquí te mato, algo a lo que no debería renunciar ─me insiste a menudo─, porque sólo se vive una vez.  Él se toma la vida de forma muy mediterránea, en mi opinión, y especialmente la pasión. Sin embargo, llegar al sexo para mí, y muy a mi pesar, es algo rotundo y grave, aunque al poco tiempo de iniciarse la relación, el mismo sexo se me instala con templanza y naturalidad y se me vuelve liviano, gozoso y frecuente. Tampoco me siento orgullosa ni avergonzada por ello. Cada uno es como es, pero prefiero otros  temas de conversación con mis compañeros, como la música, los viajes o la literatura. 

─El viernes por la tarde me voy de librerías por Barcelona, después del trabajo ─dije en voz alta y mirando la pantalla de mi ordenador, como si hablara sola, aunque mi compañera Paula estaba en su mesa de trabajo, junto a la mía, y sé que me estaba escuchando.

─Hoy has visto a Dani ¿verdad, Ione?  ─preguntó.

─Sí. ¿Cómo lo sabes, Paula? 

─Es que no falla. Siempre te aferras a la literatura después de hablar con él. Son muchos años compartiendo despacho contigo ─contestó en tono amable, como agradecida porque fuese así─. Pero mira, esta vez me apetece acompañarte ¿Quieres que vayamos juntas?

─Claro que sí ─respondí─. Han cerrado algunas librerías que me gustaban mucho, pero cerca de la Plaza de Cataluña aún quedan dos muy interesantes, y además una de ellas tiene cafetería.

A las tres de la tarde del viernes nos fuimos las dos a Barcelona en transporte público. Al llegar, justo al lado de la boca del metro, encontramos una tienda de sombreros y bolsos. Me compré una pamela de fieltro en color beis, y después fuimos a la librería. Adquirí dos novelas de dos autores que me interesaban mucho. Mientras tanto, Paula miró la sección de libros de jardinería, aunque finalmente no compró nada. Después nos fuimos a tomar un té en la planta de arriba del mismo local.

─¿Me enseñas los libros que compraste, Ione?

─Claro. Mira ─respondí─: "No digas Noche" de Amos Oz y "Suite francesa" de Irène Némirovsky. Y además esta otra: "La mujer que leía demasiado", que me ha interesado mucho por su título y la sinopsis, aunque no he leído nada de su autora. 

Conversamos sobre nuestras aficiones casi durante dos horas. Charlamos sobre el cuidado de las orquídeas que Paula cultiva con esmero. Además este invierno quiere preparar un viaje por todo lo alto, de esos que hacen las parejas cuando su matrimonio cumple veinticinco años, como es su caso. Probablemente irán a Isla de Pascua. 

De regreso, ya sentadas en el vagón del metro, Paula me preguntó:

─¿Te fijaste en la gente que había en la cafetería? En un hombre en concreto... ¿Te diste cuenta?

─No me fijé en nadie. Me pareció ver un grupo de alemanes en la mesa de al lado ─contesté por contestar, como por decir algo.

─Me refiero a alguien que se acercó a nuestra mesa y dijo que "No digas Noche" es una novela excelente.

─No me acuerdo de su cara ─respondí.

─Tendrías que volver allí el próximo viernes, Ione.  A la misma hora. Pero sola ¿de acuerdo?

─Vale. Mucho más fácil que ir a la discoteca.

─¡Qué ocurrencias tienes! ─exclamó Paula─. ¿Eso a qué viene?

Pero ¿por qué quieres que vuelva  allí? ─pregunté cambiando de tema.

─Ya me lo contarás tú misma ─dijo sin darle demasiada importancia al asunto.

Imagen por Ayla Michelle


15 de septiembre de 2015

"Correccional de pájaros" por Gavrí Akhenazi.

Ficha del libro:
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Título: Correccional de pájaros
Autor: Gavrí Akhenazi
Editorial: Lulu Editores
ISBN: 9-781105-448850
Nro. Páginas: 355
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Comentario por Idoia Laurenz. 

Todo comienza como una tormenta de palabras que te encuentra descalza y desprovista de cualquier tejado próximo que sirva de excusa para las ganas de huir de ti misma. Permaneces acurrucada entre sus márgenes. Enojada con la lluvia y con tu propia niña interior, en esa lejanía que se ve arrastrada por la corriente de querer pasar página. Con la mirada hacia ninguna parte que no esté limitada por sus párrafos.

Hasta que llega una página a la que te acercas y ves un río que refleja tu propia vida. Lees como si ahí empezará el libro, pero ya totalmente decidida a llevártelo contigo, sobre todo a los sueños, en los que amaneces convencida de que también las ruinas de tu propia adolescencia son los cimientos de todo lo honroso que sostiene tu esqueleto.  

Y lo que resultaba ser una nove la termina pareciendo un árbol que crece junto a otro, los dos alimentados por la savia de las letras. Allí donde ambos van atesorando una biblioteca de hojas con sentimientos relatados e imborrables que puedan conducirte a descifrar el  final, que no es otro que conocer el auténtico significado de la palabra hermano.



7 de junio de 2015

El lenguaje del bosque


Ha parado de llover, Ione. Es un buen momento para ir al monte ─me dijo al entrar en mi habitación oscura, casi susurrando para no despertar a nadie más que no fuese yo─. ¿Quieres venir conmigo? ─añadió mientras iba a preparar el desayuno porque ya conocía mi respuesta de antemano.
─Claro que voy ─contesté con rapidez. Pero ¿por qué hablas tan bajo? ¿No van a venir los demás, o qué? ─pregunté extrañada mientras me iba desperezando para ir a desayunar con él.
─Hoy vamos los dos solos ─respondió─: Cuando termines de vestirte bajas al garaje. Te espero en el coche. No te olvides de traer las katiuskas.

Me gustaba especialmente ir en el coche sentada en el asiento del copiloto mientras él conducía. Al entrar en el puerto de Etxauri dejamos de hablar en un acto reflejo, porque los dos sabíamos que me mareaba nada más entrar en aquellas curvas. En ese momento comprendí que nos dirigíamos a Vidaurre ─su pueblo natal, en el valle de Guesálaz─. Bajé la ventanilla y el aroma fresco de aquella montaña transitada de mi vida, me despertó a la observación de la naturaleza. Al conducir por esa carretera él acostumbraba a hacer un alto en el camino en aquel mirador que parecía un balcón orientado a la cuenca de Pamplona. Pero esa ocasión fue especial y única, porque el coche hizo la parada exclusivamente para mí y por primera vez aquella terraza estaba sólo para mis ojos.
¿Me enseñarás a encontrar setas? ¿Iremos dónde salen las urrizizas y el hongo beltza?
─No, Ione ─respondió mi padre mirando de frente a la línea lejana del horizonte─. A ti te enseñaré a leer todo el bosque.

Lo dijo como quien quiere dar un consejo para el futuro de una vida. Como cuando nos enseñó a leer a los que fuimos sus hijos, y lo hizo antes de que lo hicieran en la escuela. Lo dijo como se dicen las cosas desde el amor.

─Mira, papá. Si ya sé leer ─le aseguré cuando estábamos ya paseando por el monte que había detrás de su pueblo─. Eso que tú llamas boj, es el Buxus sempervirens y aquel roble, un Quercus pyrenaica.
No, Ione. No llames a los seres de la naturaleza por su género o especie. Es como nombrar a lo tuyo con el significado que le dio otro. Ahora mismo están aquí contigo y los tienes que reconocer por el significado que tienen para ti. Fíjate en sus colores, que cambian según la hora del día. Observa su suelo y su cielo, que ahora son también los tuyos. Su nombre te lo dirá de golpe el viento.
─¿Y por qué no me enseñas a leer las setas? Ellas también están en el bosque ─aseveré con esa insistencia que me caracterizaba cuando era niña.
Eres impetuosa y atrevida con las cosas que te gustan. Demasiado ─aseguró con la certeza de un padre─. Pero las setas son muy peligrosas porque primero crecen las de verdad, que son muy suculentas, y a su lado se reproducen las impostoras, que se parecen a las que imitan, pero son muy venenosas. Cuando quieras comerlas llama a tu hermano, él es sosegado, precavido y muy paciente y le he enseñado bien a diferenciar unas de las otras.
─¿A cuál de los cuatro te refieres?
─A Pedro ─lo nombró confirmando mi sospecha.

De regreso nos desviamos por una ruta que nos llevaría caminando hasta la casa de mi abuela. Mi padre llevaba la cesta llena de setas perretxikos, que eran las que a mí más me gustaban.

─¿Por qué volvemos por un sitio distinto al de ida? ¿Este camino es más corto? ─pregunté.
─He querido pasar por aquí para enseñarte algo ─dijo con la mirada muy triste─. ¿Ves aquel árbol, Ione? Cuando era un niño vi cómo en ese lugar mataban a un pobre hombre. Un inocente. Me acuerdo de aquel hombre muchas veces. Con él aprendí que en las guerras el amor se muere de pena, porque en las guerras se mata a los inocentes.  
─¿Vamos a tu casa a ver a la abuela? ─interrogué como intentando desviar el tema de conversación y la tristeza de mi padre al mismo tiempo.
─Vamos ─respondió calmado─. La paz del mundo se construye desde la propia casa de los hombres ─continuó hablando del mismo asunto que no quiso dejar en el aire, a pesar de mi invitación─. Porque las guerras siempre empiezan entre hermanos. No tengas celos de tu hermano si alguna vez crees que a él le dimos más que a ti. Si consigues dominar esa envidia estarás en paz con ellos. No guardes rencor a tu vecino si a su casa le dan un metro más de tierra que a la tuya. Si consigues dominar ese odio y tus vecinos hacen lo mismo contigo y con sus hermanos, conseguirás vivir en un pueblo en paz. Y cuando ames a alguien, no le exijas que renuncie al amor de su madre ni a ninguno de sus amores por el tuyo, y tendrás un hombre a tu lado con el que vivirás en paz.

Supongo que cuando estoy triste vengo a dialogar con él ─que ya no está aquí pero aún me habla─ y también con los árboles que son los que comprenden mi lenguaje del bosque. 

Algunas noches son para la tormenta de mis cumbres borrascosas. Nacen sólo para una lluvia de truenos que me traen lágrimas de aquellas que me nublan la vista como un relámpago. Pero luego las gotas me resbalan por los cristales de la mirada como una caricia que alivia, y cede al deseo ferviente de poseer alguna ventana luminosa y clara.

Yo sé que el amor no se espera ni se promete. Es algo que llega y atrapa, y que nunca se niega bajo sentencia porque no le cabe el castigo y sólo puede morirse de muerte natural a la sombra de un cedro.

Algunas mañanas serán para la sonrisa. Como aquella vez en la que me despertó él… con esa voz que tiene el amor cuando amanece.



1 de junio de 2015

El traje de mi abuelo

Mi abuelo sólo se vestía de traje y corbata cuando el amor llegaba hasta sus hijos y el campanario de su pueblo tocaba a boda. A veces esperaba largos años. Hasta trece de noviazgo esperó cuando se casó mi padre. 

Mi abuelo tenía la piel quemada y agreste como un tizón de lava templado que espera sin prisa en la costa de un mar azul ─como sus ojos─,   para que el atardecer le llame a su puerta con el sonido de una campana y le pregunte por el amor de su vida. 

A mi abuelo le gustaba la montaña y los pájaros y el agua. Al amor también le gusta todo eso.  

Él era manso como un océano que se sabe amado por una mujer que se escapa enfadada a dormir con sus hijas al altillo de la casa, porque ese día está triste. Pero antes de que den las doce en un reloj que no tiene tiempo, ni manillas ni Cenicienta ni calabaza, él sube las escaleras, imperioso, decidido y descalzo de orgullo, como sube la marea en las noches de luna llena, y coge en brazos a su amada para bajarla a su lugar, como quien toma una pluma y la deja en la cama de un dolor y un nido que era de los dos, como es de los dos el silencio que a todos los nuestros nos adolece. 

Nuestro silencio se mete en mi recuerdo como se meten en el suelo las raíces de un árbol milenario que se alimenta de la memoria de un amor enterrado a millones de pies de los míos. Un amor que no necesita palabras ni ojos para saberse desnudo ante una hembra como yo, hecha toda de agua.

Redoblan en nuestra casa las campanas y corro libre entre las grutas de una pizarra dura y gris. Porque me acerco a tu boca sin miedo, para que no se te agote nunca el manantial ni la sed del bien que sé que te hace beberme.

25 de mayo de 2015

La niña de tus ojos

Él nació con los ojos vacíos, huecos,   como los valles en los que las tórtolas  enamoradas,

 tuvieron la libertad de sembrar el fruto de la ausencia. 

Cuando vi por primera vez la cuenca de sus ojos ciegos, quedé marcada por la esperanza que me regaló su sonrisa. 

Mi forma de mirar era la de una niña, con esa esa edad en la que se ha descubierto que todos nos vamos a morir en algún momento. En esa infancia ya consciente, en la que se piensan las mejores preguntas de la vida, pero no se sabe cómo, se quedan para siempre dentro, en el recuerdo. 

Aún sigue sin respuesta mi  pregunta, tío: ¿Lo natural del dolor es gritar o quedarse callada?

En verdad, ya no me importa demasiado no tener respuestas. Lo hermoso de las vida es cuestionarse todas las certezas. 

Todos los ojos son valles de muerte y de vida. Pero las únicas cuencas que terminan vacías son las que nunca se hacen preguntas. La única ceguera es la que no es capaz de ver el dolor.

¿Quién regará las flores
que crecerán en los manicomios de toda la tierra, cuando tú te hayas ido?

*Dedicado a mi tío Federico
.

Imagen por Idoia Laurenz.

6 de mayo de 2015

Amona

Su recuerdo me transporta a los prados verdes de laderas imposibles, en los que se respira el aire que te prestan las nubes. Donde las personas no tienen sombra, y la luz y el calor se escapan de los caseríos como queriendo buscar su origen  en aquel sol que rara vez asoma. Donde las palabras son poemas que cantan los bertsolaris, que escriben a sus amores en hojas caducas, que quedan secas y fermentadas, como queda el olvido en el suelo de mis bosques.

Pensar en ella es sentir el espejo de su boca hecha de interrogantes. Notar la levedad del sueño que se inyecta por debajo de su falda, mientras ondean sus rizos como cuerdas, y toda ella pareciera el canto de una campana.  Como perseguir en la nieve el camino que dejan sus abarcas, y atar con amor sus lazos que cruzan desde su talón ─no de Aquiles─, hasta la cima de sus rodillas que nunca se doblegan.

Su recuerdo me empaña el alma como el aliento de una niña que me observa con la nariz pegada en la ventana, y escribe Lorentxa sobre el vaho de un cristal, que alguien acabará rompiendo, para devolverme el trozo que lleva su nombre y poder descansar en este lugar. Esperaré el día en que el cielo lloverá sobre mis hojas, donde los bertsolaris dejaron sus poemas, y el río llenará entonces todos los rincones vacíos del alma.


11 de abril de 2015

Tiramisú

Me encontraba en una playa del Mediterráneo pasando unos días de vacaciones con unas amigas. Nos alojábamos en una autocaravana que yo misma conducía y con la que nos permitíamos elegir las vistas al despertar de nuestras cortas noches, a ser posible cerca del mar. Durante el día nos acercábamos al pueblo más próximo al que íbamos en bicicleta para hacer compras. A menudo comíamos en un restaurante junto al paseo marítimo que nos gustó a las tres desde que llegamos a aquel lugar. Dos días antes de mi regreso, el camarero que ya era de nuestra confianza, me invitó a pasar a la cocina y me presentó a Juan, un cocinero napolitano de ojos muy oscuros y algo tristes, que se acercó para saludarme. Noté como el aire que le rodeaba me traía aromas de vainilla.
―¡Aquí te dejo a la mujer que parte el bacalao en la mesa cinco! ―dijo el camarero abriendo la puerta vaivén, mientras salía con la bandeja de postres para mis amigas.
―Estos días he observado que seleccionas cuidadosamente los platos de la carta ―me dijo Juan―, preguntas primero por el pescado más fresco o la recomendación del cocinero, y según me cuentan eliges tú misma los vinos apropiados para acompañarlos. Me sorprende, sin embargo, que nunca pidas postre o algo dulce antes del té, como hacen tus amigas.
―Es cierto ―respondí sorprendida, pues me llamaba la atención que se hubiera fijado en esos detalles. Cuando acabo de comer me siento llena y prefiero dejar el chocolate para disfrutarlo solo, en otro momento. Por la mañana, por ejemplo.
―Me gustaría invitarte a cenar, Jone. En mi casa, me refiero. ¿Qué me dices?

Siempre me han gustado los hombres directos pero hay ocasiones en las que me quedo sin recursos ni palabras. Ésta era una de ellas. No sé ―contesté―. Todavía no hemos salido ningún día, nosotros dos. Ir a tu casa me da reparo ―respondí al tiempo que pensaba: mierda, yo siempre tan decente.
―Si no te he invitado antes es porque trabajo todos los días. Pero esta noche descanso. Tengo un interés especial en enseñarte a preparar el tiramisú. Es mi especialidad y todavía no lo has probado. Venga  ¿Aceptas?
―De acuerdo. Me encanta cocinar ―mentira podrida, me dije para mis adentros.
―Pues yo vivo en el número 7 de esta misma calle. En el segundo piso ―hablaba mientras miraba por la ventana y señalaba con su dedo índice rebozado de harina, el portal de su casa―. ¿Vienes a las siete, entonces?
―Muy bien. Ahí estaré. Te advierto que vengo en bici ―qué bobadas tienes, Jone, pensé de nuevo, por él como si vas volando y en escoba.

Mis amigas estaban algo extrañadas, y con razón. Hasta el momento habían sido bastantes los hombres que nos habían invitado a salir, pero todo era mucho más frío y sin preámbulos. Los hombres de este lugar no conocen el significado de la palabra preliminares. Así que no te encapriches con Juan ―me recomendaba Sandra―, me da que va a ser gay o que está casado. Seguro que algo esconde.

Al llegar a casa de Juan me saludó como si no nos hubiéramos separado desde el mediodía, cuando nos habíamos conocido. Me prestó un delantal y al colocármelo alrededor del cuello noté un agradable olor a sándalo. 
Date la vuelta―dijo con un tono firme pero dulce.
Hasta ese momento no había reparado en su voz envolvente y seductora. Lo cierto es que me giré pensando en recibir un abrazo, de esos que se aproximan por la espalda, que te abrigan con las manos hacia el vientre, momento en el que me suelo derretir como la mantequilla. Pero no. Sencillamente me ató el delantal por detrás con un simple lazo.
―¿Preparada, ragazza?
―Sí,sí, claro ―respondí―. Me parece a mí que he venido demasiado preparada para cocinar. Lo digo por el vestido.
―Estás preciosa ―afirmó Juan ante mis dudas―. Lo más importante de este plato, como de todo en esta vida, es una buena base. Se trata de un bizcocho en finas láminas. Puede ser brioche o mejor aún melindros, como éstos, ¿anotas?
―Disculpa, ¿pero he de tomar nota con bolígrafo?
―En absoluto, Jone. La receta del tiramisú es como el amor verdadero; no se olvida nunca. Este es un postre que no requiere horno, pero se elabora con mucho, mucho calor continuó hablando como quien recita un poema. Primero preparamos la crema sabayón, a base de yemas, azúcar glass y ron. Todo al baño maría. Con esta cuchara das vueltas y quedará una salsa tan fina como unas natillas. Después lo mezclamos con el queso mascarpone y con las claras bien batidas a punto de nieve.

Justo al terminar de pronunciar la palabra nieve, Juan se me acercó nuevamente por detrás. Con su mano derecha sujetaba con firmeza la cuchara, y me ayudaba a dar vueltas, mientras su mano izquierda permanecía apoyada en mi cadera.

No podré resistirme pensaba yo― como esto siga así. Me lanzaré antes de tiempo y el postre no terminará bien. Terminar la receta, se entiende, porque a él me lo iba a acabar enterito hasta que se acordase de mis huesos de por vida. Pero me contuve ―una vez más―, y se sucedieron capas de melindros emborrachados de café y salsa sabayón; una él, y otra yo. Y por encima de la última crema, un espolvoreado de cacao que él repartió con la ayuda de un colador. 

De repente, otra vez, se acercó por detrás (y algo me dijo que ya me tenía muy calada), con un botecito en la mano. 

Agrégale una pizca de canela molida, Jone, me pidió mientras me daba un beso en el cuello y me preguntaba suavemente ¿Te gusta?, y acto seguido, otro en la mejilla.

Yo no supe si la pregunta se refería al tiramisú, a la canela, al momento, a su casa, a él. Así que decidí responder ampliamente, sin especificar.

―Sí. Me gusta mucho, todo ―contesté un poco exagerada, tal como yo soy cuando no quiero especificar.

Después nos sentamos para cenar. Él había preparado antes uno de mis platos favoritos: bacalao al estilo portugués, que tenía una pinta estupenda. Al lado colocó una tabla de patés. Abrió una botella de vino blanco Chardonnay. Y entonces fui realmente consciente de que Juan me había observado desde el primer día, y que ya conocía mis gustos como nadie.
―Ahora el postre ¿no? ―pregunté dando por hecho que era para lo que había venido.
―No, niña ―me respondió. El tiramisú tiene que estar en reposo en la nevera hasta mañana. Además, tú nunca sueles tomar nada después de cenar o comer. Así que el tiramisú lo pensaba reservar para desayunar. Si es que quieres quedarte conmigo.

A la mañana siguiente me desperté y Juan ya no estaba en la habitación. Sobre la cama me había dejado una camiseta masculina de algodón, a modo de pijama. Me la puse y me acerqué a la cocina. Olía a té recién hecho y el tiramisú estaba sobre la mesa. Sentí una música de fondo y entonces apareció él.
―Buenos días, ¿Has dormido bien?
―De maravilla ―contesté al mismo tiempo que me levantaba de la silla para saludarle con un beso.
Después, mientras saboreaba el postre, la música me iba despertando a la vida. Alguien cantaba Ojos verdes, y yo soñaba que era para mí. 

26 de febrero de 2015

Noes

Fotos de Idoia

Vosotros, los que sabéis vivir, contáis los amores por pares o quizá los neguéis por pudor. Los tuvisteis por amantes, por novios, por esposos o por olvidos. Mi historia no es como la vuestra, y tengo clavado en el recuerdo lo que me negó la vida. Por eso cuento mis amores por noes y me duelen igual que si hubieran sido. El no al beso primero con once años detrás de la Iglesia. El no con trece al chico más guapo que dejó a tres novias por mí para después no tener opción de besarse conmigo. El "no pudo ser" con catorce al fotógrafo de revista de moda. El no con quince al chico que me acompañó hasta casa y no pasó de la puerta. El que estudiaba arquitectura y no insistió dos veces, y el que fue drogadicto y se murió antes de insistir. El escalador pelirrojo que no logró culminar la cima. El actor al que no le dije sí, ni por ficción. El no de un día al mecánico. El no al amigo casado, al pianista de Roma, al chico del cine que me esperó en la puerta, al médico que conocí en la biblioteca.


Pero el deseo negado me ardió por dentro, y las cenizas nunca resurgieron como el ave Fénix, porque las arrastró la lluvia. 

7 de enero de 2015

Mis primeros latidos


Me gustaba ir a clases de guitarra, era capitana del equipo de balonmano, soñaba con ser bailarina de ballet clásico, y todavía sonreía al ver una cámara.

La fotografía favorita de mi infancia está en el salón de mi casa, debajo de la televisión que nunca veo, y encima de un altavoz al que rara vez le quito el polvo. Recuerdo que en esa imagen mi espalda quedaba apoyada en un radiador cuyos perfiles de metal se me clavaban en la piel. Debajo del vestido vaquero tenía puesto aquel bikini estampado con burbujas de colores. Me acompañaba mi hermano pequeño, que permanecía sentado en una silla de nuestra cocina. Debían ser las seis de la tarde y justo habíamos regresado los dos de la piscina. Vivíamos en un piso de la calle Lumbier y tenía una habitación para mí sola. Mis cuatro hermanos varones compartían otra. Pero desde los seis años padecía de ataques de pánico nocturnos, motivo por el cual muchos días en los que mi padre estaba fuera, mi madre me permitía dormir en la misma habitación que ella, en un cuarto que estaba junto al salón.

Habitualmente me acostaba hacia las diez, mientras mi madre se quedaba viendo la tele. Así, el arrullo del sonido supuestamente me adormecía. Pero una noche me despertó una voz imponente, de una tonalidad sublime. Sentía que el pecho me iba a explotar. Al principio me asusté porque pensé que era un nuevo ataque, pero enseguida comprobé que era otra cosa. Las palpitaciones me hacían sentir bien y los oídos se me quedaron ensordecidos por mi propio latido. Me levanté sigilosamente para ponerle rostro a aquel sentimiento. Y allí, escondida detrás de la puerta y asomando mis ojos clandestinamente, estaba él. Por fuera todo lo vi en blanco y negro, por dentro era a todo color. Vi un hombre delgado y con con barba oscura, que hablaba solo en un escenario de teatro e interpretaba un monólogo que me enseñó el lugar exacto en el que estaba mi corazón.

Intenté como pude calmar mi respiración jadeante para no llamar la atención de mi madre, y aunque me temblaba todo el cuerpo, mis piernas desnudas permanecían paralizadas y los pies se me quedaron clavados al suelo durante unos minutos que a mí me parecieron sólo un instante.

Y en aquel momento me enamoré de él a través de sus palabras. O quizá me enamoré de las palabras gracias a él. 

De cualquier modo, ese fue el último verano en el que necesité dormir en la habitación de mis padres, y no recuerdo haber padecido un ataque de pánico después de aquella experiencia. Y como si se tratara de ayer, observo ahora la fotografía que está debajo de una televisión que nunca veo, y encima de un altavoz al que rara vez le quito el polvo, mientras me regodeo en un sentimiento que se despertó en mi infancia.

*Aquel hombre era Adolfo Marsillach
De: La memoria del silencio