14 de junio de 2014

Mi amor

Me gustan los relojes. Jamás me dediqué a coleccionarlos ─porque me repugna coleccionar cualquier cosa─ aunque cada paso de mi vida ha estado marcado por uno de ellos. Cada cual con su tictac: de pulsera, de arena, digital o de bolsillo... También prefiero los espacios abiertos y la ausencia de muros y puertas. Es una mala costumbre, según opina mi hermano arquitecto, que se negó a diseñarme un retrete tipo loft. Dice que con la ducha y el lavabo abiertos ya tenemos bastante. 

En mi casa los relojes son los que dividen las estancias. Puse uno muy especial en la pared de ladrillo, que es una réplica del que luce en la famosa estación Kensington de Londres. Se comporta como una llave giratoria que parte mi mundo en dos. La hora de la cocina se retrasa con frecuencia, y la hora que observo tumbada en el sofá ─desde el salón─, se adelanta cuanto le da la gana. He calculado que una vez al mes sincronizo los dos relojes en un intento fallido de vivir continuamente en mi presente. Aunque el tiempo es una magnitud daliniana que no se deja ajustar; viaja más lento del lado de las desgracias y corre demasiado cuando lo quiero retener, como el deseo. 

Por eso he abandonado las manecillas a su antojo, con la esperanza de ver siquiera por un instante que tu tiempo y el mío convergen,  y podamos mirarnos en nuestro espejo... Si es que el amor todavía existe. Para que puedas sentir de día todo lo que de ti me llega por la noche, como amantes condenados a no encontrarse nunca, por haber nacido ambos en las antípodas del tiempo.

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