7 de junio de 2015

El lenguaje del bosque


Ha parado de llover, Ione. Es un buen momento para ir al monte ─me dijo al entrar en mi habitación oscura, casi susurrando para no despertar a nadie más que no fuese yo─. ¿Quieres venir conmigo? ─añadió mientras iba a preparar el desayuno porque ya conocía mi respuesta de antemano.
─Claro que voy ─contesté con rapidez. Pero ¿por qué hablas tan bajo? ¿No van a venir los demás, o qué? ─pregunté extrañada mientras me iba desperezando para ir a desayunar con él.
─Hoy vamos los dos solos ─respondió─: Cuando termines de vestirte bajas al garaje. Te espero en el coche. No te olvides de traer las katiuskas.

Me gustaba especialmente ir en el coche sentada en el asiento del copiloto mientras él conducía. Al entrar en el puerto de Etxauri dejamos de hablar en un acto reflejo, porque los dos sabíamos que me mareaba nada más entrar en aquellas curvas. En ese momento comprendí que nos dirigíamos a Vidaurre ─su pueblo natal, en el valle de Guesálaz─. Bajé la ventanilla y el aroma fresco de aquella montaña transitada de mi vida, me despertó a la observación de la naturaleza. Al conducir por esa carretera él acostumbraba a hacer un alto en el camino en aquel mirador que parecía un balcón orientado a la cuenca de Pamplona. Pero esa ocasión fue especial y única, porque el coche hizo la parada exclusivamente para mí y por primera vez aquella terraza estaba sólo para mis ojos.
¿Me enseñarás a encontrar setas? ¿Iremos dónde salen las urrizizas y el hongo beltza?
─No, Ione ─respondió mi padre mirando de frente a la línea lejana del horizonte─. A ti te enseñaré a leer todo el bosque.

Lo dijo como quien quiere dar un consejo para el futuro de una vida. Como cuando nos enseñó a leer a los que fuimos sus hijos, y lo hizo antes de que lo hicieran en la escuela. Lo dijo como se dicen las cosas desde el amor.

─Mira, papá. Si ya sé leer ─le aseguré cuando estábamos ya paseando por el monte que había detrás de su pueblo─. Eso que tú llamas boj, es el Buxus sempervirens y aquel roble, un Quercus pyrenaica.
No, Ione. No llames a los seres de la naturaleza por su género o especie. Es como nombrar a lo tuyo con el significado que le dio otro. Ahora mismo están aquí contigo y los tienes que reconocer por el significado que tienen para ti. Fíjate en sus colores, que cambian según la hora del día. Observa su suelo y su cielo, que ahora son también los tuyos. Su nombre te lo dirá de golpe el viento.
─¿Y por qué no me enseñas a leer las setas? Ellas también están en el bosque ─aseveré con esa insistencia que me caracterizaba cuando era niña.
Eres impetuosa y atrevida con las cosas que te gustan. Demasiado ─aseguró con la certeza de un padre─. Pero las setas son muy peligrosas porque primero crecen las de verdad, que son muy suculentas, y a su lado se reproducen las impostoras, que se parecen a las que imitan, pero son muy venenosas. Cuando quieras comerlas llama a tu hermano, él es sosegado, precavido y muy paciente y le he enseñado bien a diferenciar unas de las otras.
─¿A cuál de los cuatro te refieres?
─A Pedro ─lo nombró confirmando mi sospecha.

De regreso nos desviamos por una ruta que nos llevaría caminando hasta la casa de mi abuela. Mi padre llevaba la cesta llena de setas perretxikos, que eran las que a mí más me gustaban.

─¿Por qué volvemos por un sitio distinto al de ida? ¿Este camino es más corto? ─pregunté.
─He querido pasar por aquí para enseñarte algo ─dijo con la mirada muy triste─. ¿Ves aquel árbol, Ione? Cuando era un niño vi cómo en ese lugar mataban a un pobre hombre. Un inocente. Me acuerdo de aquel hombre muchas veces. Con él aprendí que en las guerras el amor se muere de pena, porque en las guerras se mata a los inocentes.  
─¿Vamos a tu casa a ver a la abuela? ─interrogué como intentando desviar el tema de conversación y la tristeza de mi padre al mismo tiempo.
─Vamos ─respondió calmado─. La paz del mundo se construye desde la propia casa de los hombres ─continuó hablando del mismo asunto que no quiso dejar en el aire, a pesar de mi invitación─. Porque las guerras siempre empiezan entre hermanos. No tengas celos de tu hermano si alguna vez crees que a él le dimos más que a ti. Si consigues dominar esa envidia estarás en paz con ellos. No guardes rencor a tu vecino si a su casa le dan un metro más de tierra que a la tuya. Si consigues dominar ese odio y tus vecinos hacen lo mismo contigo y con sus hermanos, conseguirás vivir en un pueblo en paz. Y cuando ames a alguien, no le exijas que renuncie al amor de su madre ni a ninguno de sus amores por el tuyo, y tendrás un hombre a tu lado con el que vivirás en paz.

Supongo que cuando estoy triste vengo a dialogar con él ─que ya no está aquí pero aún me habla─ y también con los árboles que son los que comprenden mi lenguaje del bosque. 

Algunas noches son para la tormenta de mis cumbres borrascosas. Nacen sólo para una lluvia de truenos que me traen lágrimas de aquellas que me nublan la vista como un relámpago. Pero luego las gotas me resbalan por los cristales de la mirada como una caricia que alivia, y cede al deseo ferviente de poseer alguna ventana luminosa y clara.

Yo sé que el amor no se espera ni se promete. Es algo que llega y atrapa, y que nunca se niega bajo sentencia porque no le cabe el castigo y sólo puede morirse de muerte natural a la sombra de un cedro.

Algunas mañanas serán para la sonrisa. Como aquella vez en la que me despertó él… con esa voz que tiene el amor cuando amanece.



1 de junio de 2015

El traje de mi abuelo

Mi abuelo sólo se vestía de traje y corbata cuando el amor llegaba hasta sus hijos y el campanario de su pueblo tocaba a boda. A veces esperaba largos años. Hasta trece de noviazgo esperó cuando se casó mi padre. 

Mi abuelo tenía la piel quemada y agreste como un tizón de lava templado que espera sin prisa en la costa de un mar azul ─como sus ojos─,   para que el atardecer le llame a su puerta con el sonido de una campana y le pregunte por el amor de su vida. 

A mi abuelo le gustaba la montaña y los pájaros y el agua. Al amor también le gusta todo eso.  

Él era manso como un océano que se sabe amado por una mujer que se escapa enfadada a dormir con sus hijas al altillo de la casa, porque ese día está triste. Pero antes de que den las doce en un reloj que no tiene tiempo, ni manillas ni Cenicienta ni calabaza, él sube las escaleras, imperioso, decidido y descalzo de orgullo, como sube la marea en las noches de luna llena, y coge en brazos a su amada para bajarla a su lugar, como quien toma una pluma y la deja en la cama de un dolor y un nido que era de los dos, como es de los dos el silencio que a todos los nuestros nos adolece. 

Nuestro silencio se mete en mi recuerdo como se meten en el suelo las raíces de un árbol milenario que se alimenta de la memoria de un amor enterrado a millones de pies de los míos. Un amor que no necesita palabras ni ojos para saberse desnudo ante una hembra como yo, hecha toda de agua.

Redoblan en nuestra casa las campanas y corro libre entre las grutas de una pizarra dura y gris. Porque me acerco a tu boca sin miedo, para que no se te agote nunca el manantial ni la sed del bien que sé que te hace beberme.