25 de mayo de 2015

La niña de tus ojos

Él nació con los ojos vacíos, huecos,   como los valles en los que las tórtolas  enamoradas,

 tuvieron la libertad de sembrar el fruto de la ausencia. 

Cuando vi por primera vez la cuenca de sus ojos ciegos, quedé marcada por la esperanza que me regaló su sonrisa. 

Mi forma de mirar era la de una niña, con esa esa edad en la que se ha descubierto que todos nos vamos a morir en algún momento. En esa infancia ya consciente, en la que se piensan las mejores preguntas de la vida, pero no se sabe cómo, se quedan para siempre dentro, en el recuerdo. 

Aún sigue sin respuesta mi  pregunta, tío: ¿Lo natural del dolor es gritar o quedarse callada?

En verdad, ya no me importa demasiado no tener respuestas. Lo hermoso de las vida es cuestionarse todas las certezas. 

Todos los ojos son valles de muerte y de vida. Pero las únicas cuencas que terminan vacías son las que nunca se hacen preguntas. La única ceguera es la que no es capaz de ver el dolor.

¿Quién regará las flores
que crecerán en los manicomios de toda la tierra, cuando tú te hayas ido?

*Dedicado a mi tío Federico
.

Imagen por Idoia Laurenz.

6 de mayo de 2015

Amona

Su recuerdo me transporta a los prados verdes de laderas imposibles, en los que se respira el aire que te prestan las nubes. Donde las personas no tienen sombra, y la luz y el calor se escapan de los caseríos como queriendo buscar su origen  en aquel sol que rara vez asoma. Donde las palabras son poemas que cantan los bertsolaris, que escriben a sus amores en hojas caducas, que quedan secas y fermentadas, como queda el olvido en el suelo de mis bosques.

Pensar en ella es sentir el espejo de su boca hecha de interrogantes. Notar la levedad del sueño que se inyecta por debajo de su falda, mientras ondean sus rizos como cuerdas, y toda ella pareciera el canto de una campana.  Como perseguir en la nieve el camino que dejan sus abarcas, y atar con amor sus lazos que cruzan desde su talón ─no de Aquiles─, hasta la cima de sus rodillas que nunca se doblegan.

Su recuerdo me empaña el alma como el aliento de una niña que me observa con la nariz pegada en la ventana, y escribe Lorentxa sobre el vaho de un cristal, que alguien acabará rompiendo, para devolverme el trozo que lleva su nombre y poder descansar en este lugar. Esperaré el día en que el cielo lloverá sobre mis hojas, donde los bertsolaris dejaron sus poemas, y el río llenará entonces todos los rincones vacíos del alma.