14 de abril de 2014

Algunos hombres



Me abordaste con aquella seguridad que tienen los hombres cuando no aman y se sienten fuertes en su juego, dejándome saber que era una más de las diez mujeres que podrían ser tuyas, si hubieras querido tenerme, entre otras tantas que lo estuviesen esperando.  Mi tristeza era ciega. Regresaba de algún desierto y aunque intuí que la siguiente aridez por cruzar sería la tuya, no fui capaz de adivinar que eras de ésos que piensan que la belleza está reñida con la inteligencia o con la bondad, y elegiste tratarme de tonta ─bien sabes que no lo soy─ porque no tienes ni tenías lo que hay que tener para enfrentarte al complejo de inferioridad que sentías frente a mí, según me confesó ─años después─ una de tus amigas.

Tus palabras fueron como un arma de repetición, porque hasta en eso ya se te habían adelantado, y aunque mi cuerpo era un colador agujereado por las ofensas de la lengua, supiste muy bien encontrar en él los trozos de carne para hacerme sangre. Me paseabas con sarcasmo el rótulo que me colgaste de virgen acomplejada, ése que me plantaste de frente para disimular toda tu cobardía: la que muestran los necios entre las piernas como todo un gran valor cuando no les salen bien los planes de la vida.

Sólo te serví de puente entre tu anterior novia francesa y mi mejor amiga, que para ti fue la última. Supongo que en todo este tiempo perdiste atractivo y autoestima. A veces, cuando nos vemos, siento tu voz arrepentida que ahora sería capaz de perdonarme cualquier cosa para justificar aquel error y así cerrar tu propia herida. Pero aún estás, para mi asombro, en los peores momentos de mi dolor ─como aquel cuatro de marzo─,  y si alguien pretende juzgarme saltas en mi defensa como un león, para evitar que otros repitan lo que tú hiciste conmigo. Y estoy en tus pensamientos, lo sé,  porque después del vino que bebemos entre amigos me susurras un perdón a tu manera. Todavía hay algo en mí que te perturba. Pero estoy en mi camino de ida, y en él aprendí a parecer de las malas, porque ésa es la única trampa que me funciona con los hombres que pierden contra sus propios complejos.  Por eso alardeo de ello y hasta me marco un farol si te acercas demasiado, porque vienes con las cartas levantadas, ahora que no hay marcha atrás y quieres recrearte en lo no vivido. Me dices que a ratos me sueñas y me imaginas como la madre de tus hijos ─aunque cada uno tenga los suyos─ mientras levantas tu copa para brindar conmigo.

Y aunque el pasado no vuelva y tal vez uno de los dos siga sintiendo lo mismo, hay amores como el nuestro, que se quedan olvidados como una piedra en los márgenes del camino.

10 de abril de 2014

Desembrujado de chocolate

Hubo un tiempo ─casi toda mi vida, en realidad─, en el que no entendía cómo se me daba tan mal el tema de la cocina. A fin de cuentas, la microbiología está basada en la preparación de medios de cultivo agarificados y caldos selectivos para los paladares de las especies microscópicas más delicadas de la ciencia, que sólo crecen si añades los aditivos esenciales para su vida, a la temperatura que más les agrada. Y eso a mí se me da de maravilla. Interesa conocer si habitan en el lugar inapropiado, ya que las muy puñeteras son invasivas por naturaleza, y cuando ellas están ahí jodiendo la marrana, tarde o temprano vienen a comer. Y créanme que pueden tardar en venir, porque las hay de paladar muy fino. Resumiendo, en la ciencia como en la vida, para poder analizar a los bichos más exigentes, hay que ganárselos primero por el estómago. Y el cebo-trampa siempre funciona. Esa es una verdad empírica al margen de cualquier hechizo de brujería. 

Pero me propuse ganarme a los de mi propia especie. Así que primero comencé a practicar con los asados y las tortillas de patata para tener de mi lado a los individuos de mi tamaño ─o superior, ya me entienden, estamos hablando de la buena cocina─. Y así conseguí salvar mi reputación de cocinera más o menos apañada para el día a día. Mucho cariño le pongo, eso sí, pero tampoco soy nada del otro mundo. A pesar de todo, seguía teniendo una espinita clavada en el orgullo. Mi última asignatura pendiente era la repostería: O la cosa no me subía, o parece que sí y de repente se venía abajo, o me quedaba crudo, o se me quemaba, o quizá me olvidaba de añadir algún ingrediente. O será que no tengo tino para pesar los ingredientes a ojo (hace siglos que no utilizo una balanza en mi casa). El caso es que para los pasteles no tenía mano ─hasta hace poco, insisto─, porque hay que reconocer que los postres son muy delicados. Desde el comienzo de su elaboración hasta el resultado final, ellos necesitan un proceso de transformación y elevación casi mágico que tiene relación directa ─ahora lo sé─,  con la brujería. Ése ha sido mi último descubrimiento, y no se me rían ustedes, que sigo hablando sólo de cocina.

El tema es que las cucharas y los utensilios de metal conducen muy bien el calor, o la energía. Eso lo sabemos todos. Y lo que sucede con las brujas, es que somos muy buenas conductoras y muy receptivas a cualquier tipo de onda. Por eso nuestros pasteles se echan a perder. La energía pasa de la cuchara de metal a nosotras, que actuamos como una toma de tierra, y el pastel queda finalmente chafado. Se le escapa la magia. Así que os contaré el secreto de la repostería de Ayla, como buena bruja que soy. Pero no lo confundan con el término bruja buena,  que en este caso el orden de factores sí que altera el producto, y de santa no tengo nada.

Receta de bizcocho de chocolate al microondas, listo en diez minutos.
Secreto de Ayla: Cuchara de palo y molde de silicona.

Ingredientes:
- 150 gramos de chocolate para postres en forma de tabletas.
- 125 gramos de mantequilla . Utilizo una light. Es un engaño, lo sé,  pero vivo más feliz así.
- 125 gramos de azúcar. Le pongo la mitad y prefiero que sea fructosa. Otro engaño, y aún más feliz, si cabe.
- 80 gramos de harina.
- Medio sobre de levadura. No me fío y le pongo el sobre entero ─presentimientos de bruja─, pero ustedes tranquilos. Confíen en la receta verdadera, y así tendrán suficiente para dos pasteles.
- Tres huevos. Aunque yo le pongo cuatro, porque los huevos de hoy en día no son como los de antes. El tamaño sí que importa. Y no se me desvíen del tema, que seguimos hablando de cocina.

Preparación:
- Fundir el chocolate con la mantequilla. Es suficiente con dos minutos al microondas en un bol grande de cerámica.
- Batir los huevos ─sin cáscara, que la receta es muy sencilla, pero no tanto─. Este paso es el único en el que utilizo tenedor o varilla.
- Agregar al bol del chocolate fundido todos los ingredientes: harina con la levadura, azúcar o fructosa, y huevos batidos. Todo esto lo mezclo con cuchara o espátula, pero que sea de madera.
- Con la misma cuchara de palo, poner toda la masa en el molde de silicona (previamente lo unto con un poco de aceite de oliva, para que no se pegue, aunque creo que no hace falta). 
- Cocer en el microondas a potencia máxima durante 6 minutos, sin tapar ni nada. 

Después, cuando ya está desmoldado, le añado cobertura de chocolate hecha con el mismo chocolate fundido (con un poco de mantequilla en una tacita), y la cosa queda mucho más apetecible. 

Es una receta infalible para las que fallamos con los postres. Y por otro lado, aunque ustedes no tengan poderes extrasensoriales, reconocerán que es una receta muy útil también para el resto de los mortales, sobre todo cuando andan mal de tiempo. O sea, siempre, ¿no es cierto? 

Resultado final, porque una imagen vale más que mil palabras.