Me abordaste con aquella seguridad que tienen los hombres cuando no aman y se sienten fuertes en su juego, dejándome saber que era una más de las diez mujeres que podrían ser tuyas, si hubieras querido tenerme, entre otras tantas que lo estuviesen esperando. Mi tristeza era ciega. Regresaba de algún desierto y aunque intuí que la siguiente aridez por cruzar sería la tuya, no fui capaz de adivinar que eras de ésos que piensan que la belleza está reñida con la inteligencia o con la bondad, y elegiste tratarme de tonta ─bien sabes que no lo soy─ porque no tienes ni tenías lo que hay que tener para enfrentarte al complejo de inferioridad que sentías frente a mí, según me confesó ─años después─ una de tus amigas.
Tus palabras fueron como un arma de repetición, porque hasta en eso ya se te habían adelantado, y aunque mi cuerpo era un colador agujereado por las ofensas de la lengua, supiste muy bien encontrar en él los trozos de carne para hacerme sangre. Me paseabas con sarcasmo el rótulo que me colgaste de virgen acomplejada, ése que me plantaste de frente para disimular toda tu cobardía: la que muestran los necios entre las piernas como todo un gran valor cuando no les salen bien los planes de la vida.
Sólo te serví de puente entre tu anterior novia francesa y mi mejor amiga, que para ti fue la última. Supongo que en todo este tiempo perdiste atractivo y autoestima. A veces, cuando nos vemos, siento tu voz arrepentida que ahora sería capaz de perdonarme cualquier cosa para justificar aquel error y así cerrar tu propia herida. Pero aún estás, para mi asombro, en los peores momentos de mi dolor ─como aquel cuatro de marzo─, y si alguien pretende juzgarme saltas en mi defensa como un león, para evitar que otros repitan lo que tú hiciste conmigo. Y estoy en tus pensamientos, lo sé, porque después del vino que bebemos entre amigos me susurras un perdón a tu manera. Todavía hay algo en mí que te perturba. Pero estoy en mi camino de ida, y en él aprendí a parecer de las malas, porque ésa es la única trampa que me funciona con los hombres que pierden contra sus propios complejos. Por eso alardeo de ello y hasta me marco un farol si te acercas demasiado, porque vienes con las cartas levantadas, ahora que no hay marcha atrás y quieres recrearte en lo no vivido. Me dices que a ratos me sueñas y me imaginas como la madre de tus hijos ─aunque cada uno tenga los suyos─ mientras levantas tu copa para brindar conmigo.
Y aunque el pasado no vuelva y tal vez uno de los dos siga sintiendo lo mismo, hay amores como el nuestro, que se quedan olvidados como una piedra en los márgenes del camino.