17 de noviembre de 2013

Habitación 420

Era el octavo ingreso de uno de mis familiares en una misma clínica. 

─Está en la 420 —me informó la recepcionista de la entrada—, ascensor al fondo y a la derecha. 

Las habitaciones de la cuarta planta las va a probar todas a este paso —pensé mientras subía las escaleras a toda leche─, porque no soporto los ascensores. 

Mi suegro estaba bien teniendo en cuenta el historial. A su compañero de habitación, sin embargo, nunca le habían operado de nada, y se le hacía cuesta arriba eso de permanecer allí más de un mes. 

El sillón que se utiliza para acompañar al enfermo, o dormir algo por la noche, estuvo desocupado durante el día. Observé de pie y apoyada levemente contra la pared para aliviar el cansancio del viaje. En estos lugares las personas se muestran de verdad ─pensé─. Las visitas iban y venían de ambos lados. El vecino de la otra cama me miraba de una forma especial. Me chivaron que tuvo un malestar pulmonar que motivó la consulta en urgencias y desde ese momento quedó ingresado. Aunque después de cinco semanas en la cuarta, a nadie se le ocurría preguntarle cómo se encontraba.  Sus hijas y su esposa estaban junto a él, que me seguía mirando. Me resultaba agradable ese acoso visual y casi amoroso. Sonreí al enfermo y él me correspondió, porque no se pueden censurar las miradas en algunas circunstancias.

Al día siguiente regresé de buena mañana a visitar a mi suegro. El vecino había dejado libre el lado de la ventana. Abrí mi libreta y escribí:

"Los teoremas de la vida los he aprendido alrededor de dos sillas. Primero sentada en un pupitre y después en alguna butaca como ésta. Todo lo demás me lo enseñaron sobre la marcha. 
Me siento mujer a medias. Como la rara combinación de una falda de tubo con unas botas de montaña. De la misma forma que recuerdo mi infancia, vestida con bordados y zapatillas John Smith, para perseguir los sueños de una Cenicienta que nunca perdió su zapato." 

─¡Ione, por favor! ¿Rellenas el cuestionario del menú de mañana? ─me pidió mi suegro.
─Sí, claro ─respondí mientras cerraba mi libreta con el bolígrafo aún en la mano. De primero qué te gusta, ¿sopa o verdura?
─Pon la cruz donde quieras ─respondió. Total... las dos cosas me saben a lo mismo.

Mi cabeza estaba en otra parte y la mirada la tenía allí, fija en la cama vacía de al lado. Fue bonito que alguien me mirase así, como me miró aquel hombre que ya no estaba en aquella cama en la que mis ojos permanecían clavados. Él me miró por última vez, como se mira a una mujer que se besa por vez primera. Ni siquiera me acordé de preguntarle el nombre. Ahora ya no importa. Nunca le interesó a la muerte recordar esos detalles.
Aunque mi mente seguía en aquel momento mezclado con lágrimas, hice esfuerzos para regresar a esa habitación que ya siempre estará medio vacía.

Vamos a ver, Suegro, si tenemos más suerte con el segundo plato ¿Pollo en salsa o merluza rebozada?